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De profesión, 'lobbista'

La otra crónica

No hacía falta que Podemos animara a "recordar": la sombra de la corrupción vuelve a golpear al PP. A falta del 20-D, meter la mano sigue teniendo un precio 'low-cost' en las urnas.

Magdalena Trillo

15 de diciembre 2015 - 06:00

SI la corrupción tiene un precio, no está claro que se pague en las urnas. Al menos no hasta ahora. No lo ha tenido mientras PP y PSOE se han limitado a empatar lanzándose la Gürtel y los ERE y no lo tuvo en la Marbella de Gil ni en la Valencia de Camps, convertidas en símbolos nacionales de la impunidad reincidente con que España ha aprendido a convivir con el lado oscuro y delictivo de ese deporte nacional que es la picaresca.

Aunque ni los sociólogos tienen respuesta para tanta indolencia, resulta evidente que no ayudan los extremos: en nada está contribuyendo la estrategia de la doble vara de medir que practican (todos) los partidos y mucho menos el exceso de ejemplaridad y las lecciones de moral con que responden los emergentes invocando la palabra mágica de la "regeneración". Una supuesta "responsabilidad" que resulta más artificial que real cuando lleva a criminalizar antes de tiempo (de nada ha servido llamar "investigados" a los "imputados") y que amenaza con provocar situaciones de desgobierno e inestabilidad en cuanto rebasemos la tregua electoral. Lo veremos al día siguiente del 20-D si, además de predicar, no se actúa con prudencia y sentido común. Porque los casos ya están sobre la mesa. En "diferido", como le gusta al PP. La dimisión del alcalde de Espartinas y la retirada del apoyo de Ciudadanos al PP de Granada no son más que dos ejemplos de ese carácter preventivo que puede acabar siendo tan injusto y perverso como lo que se pretende castigar.

Hace justo una semana, el líder de Podemos cerró su intervención en el debate de Atresmedia con una efectista advertencia: "No olviden las tarjetas black, no olviden los desahucios, no olviden Púnica, no olviden "Luis sé fuerte", no olviden los ERE de Andalucía…".

Pero no hacía falta recordar. El PP se ha topado en el ecuador de la campaña con su enésimo escándalo: un embajador y un diputado cobrando comisiones millonarias en el extranjero. Gustavo de Arístegui y Pedro Gómez de la Serna son los nombres de la inesperada sombra de corrupción que acecha de nuevo al partido de Rajoy.

Será nuestro carácter pasional -no llegamos o nos pasamos- o será nuestra predilección por el enredo. Lo cierto es que, una vez más, el resbaladizo terreno entre lo ético y lo legal enturbia el debate público y lo mismo da municiones a unos para atacar que ofrece coartadas a otros para defenderse. Por desconocimiento o por meditado interés, la confusión termina abonando todas las escaramuzas de la guerra partidista.

Lo curioso es que, al margen del final del casoArístegui y De la Serna, y por muy mal que suene la palabra, el lobbismo es una profesión. Sí, tal cual. En el ámbito de las relaciones públicas, el trabajo de consultoría, el cobro de comisiones por ejercer presión en las instancias del poder, es un oficio reconocido y legal. No sólo se estudia en las universidades, sino que son numerosos los académicos que lo defienden para que los poderes públicos "tomen las decisiones más equitativas posibles" -respondiendo a los intereses privados sin menoscabar el interés común- y para propiciar un cambio de rumbo de las "democracias representativas" a las realmente "participativas".

Podríamos preguntarnos qué diferencia hay entre la presión que ejercemos los ciudadanos cuando salimos a la calle para tumbar una ley, el impacto de la foto de un niño muerto en una playa que obliga a toda Europa a reaccionar ante el drama de los refugiados o la "influencia" que tradicionalmente hemos ejercido como opinión pública los medios de comunicación.

El problema en una democracia joven como la nuestra, y con la pesada herencia en la mochila, es que todo lo que suponga "influir" suena ineludiblemente a cohecho, a soborno, a corrupción. Si ven el documental Los negocios de Bruselas se le dispararán aún más las alarmas. La producción austriaco-belga desentraña la red de poder que ejercen en el corazón de Europa hasta 2.500 lobbies, los que mueven los hilos en secreto, en la sombra, de forma confidencial. Sólo nos supera Washington...

¿Recuerdan la polémica que se desató con Aznar cuando se supo que el Gobierno español había contratado a un lobby para que el Congreso estadounidense le otorgara su medalla? ¿Era ético, era legal? En la web de cualquier consultora aparece explícitamente que uno de sus servicios es el de "relaciones institucionales" (public affairs). Y, como todo en la vida, tiene sus reglas, su ética, sus límites, sus oportunidades y también sus peligros.

Si no se hubiera desvirtuado el sentido de la palabra, podríamos hasta defenderla. Lobby significa "pasillo", "vestíbulo", "sala de espera". Y hace referencia a cuando la gente corriente abordaba a los parlamentarios ingleses en los pasillos de la Cámara de los Comunes para conversar sobre decisiones políticas… ¡Qué podría haber más democrático si de verdad se tratara sólo de ser escuchados!

Pero, como nos enseñan en la facultad a los periodistas, todo depende del quién, del qué, del dónde, del cómo, del para qué… Si en lugar de contestar las preguntas con honestidad y transparencia, nos dedicamos a conspirar y a tapar, el resultado es sólo uno: el elevado precio que España está pagando como país por la corrupción y lo paradójicamente low cost que sigue cotizando en las urnas.

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