La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
ESTOS candidatos se ríen mucho. La sordina junto a una mueca de desdén sobre los argumentos del contrario. Y gesticulan como sobreactuados, con fingida indignación, o con supuesta sorpresa. Manoteando con la cara revirada. Eso ya lo vimos en los debates andaluces, cuando los candidatos se reprochaban sin mirarse a la cara. Feo gesto ante el espectador, para una audiencia poblada de indecisos que por ideas arrojadas se quedaron con las ganas.
Ponentes con condescendencia a la calma, "no te pongas nervioso-a", como si se reprendiera a un niño. Al debate de Atresmedia le hacían falta los atriles y le sobraban esas mesitas de logotipos que parecían traídas del concesionario de coches de al lado. Y esos taburetes de cocina. Un plató de extrema luminosidad, entre el gris, el blanco y el negro perfilado. Un grada callada, apercibida, tras haber jaleado a lo Tigres y Leones a petición de Albert, el de Susanna Griso, Castillón. Un debate que, efectivamente, fue La Sexta Nochevieja, el remate de estos meses de diretes y pizarras a lo rojo vivo. La Moncloa ya se ve. Los mismos actores de casi siempre, de otras noches políticas, con Soraya Sáenz de Santamaría en el papel de alineación indebida. Cada vez que podían los demás arreaban una queja contra el ausente. En frente, en Telecinco, la final de Pequeños gigantes. La televisión de los prodigios.
"No te pongas nervioso", llegaba a reiterar cansino el líder de Podemos, que llegó a pedirlo al mismísimo Vicente Vallés, lo más valioso de una noche prevista. Ya vista antes. Y el más nervioso parecía ser Albert Rivera, inquieto, tambaleante, con las manos apretadas, como si fuera el novio en la puerta de la iglesia, a la espera del pacto. De su boda. Se quejaba del PP a lo Pimpinela, a lo Juanito Valderrama, de mentirijillas. Iba vestido de novio, traje con hombreras para aparentar más edad y sacando portadas de El Mundo de su chistera. A su izquierda, según la visión del espectador, un Pablo Iglesias seguro, más aclimatado a los platós en estas circunstancias dialécticas crudas, con camisa celeste, Adolfo Suárez descamisado, que utilizaba este color en los tiempos en blanco y negro. A falta de atril, un proletario bolígrafo Bic, para subrayar pose universitaria, impostura de profesor sabio. Y más allá, el más distante, el de aire más altanero, frío y arrugado, de mirada más esquiva, a veces como ausente, Pedro Sánchez, Don Draper style, cruzado de brazos y con pronunciación algo antipática. En la otra punta, una señorita bajita, con una chaqueta holgada de terciopelo (color azul noche, decían las miradas cromáticas femeninas) que enmarcaba sus brazos relajados, resignada a defenderse y autoafirmarse. Iba a necesitar más minutos para justificarse, bailando con la más fea, la corrupción. Soraya ejercía de vicepresidenta encorajinada. Era la que hablaba de lo que hizo, y también de lo que es; y los demás hablaban de lo que iban a hacer. En cuanto pudo Soraya vistió a los tripartitos con un disfraz de Halloween. Iglesias y Sáenz de Santamaría demostraron que eran los más preparados y ejercitados.
De programa (electoral), más bien poco, como siempre. De programa televisivo, bastante, pero sin ser tan decisivo como su pomposo nombre. Muchas expresiones en politiqués, altibajos según el tema, con una sobreimpresión que ayudaba a incorporarse a los zapeadores procedentes de los joselitos, pero con una duración excesiva, defecto necesario al tratarse de una conversación a cuatro bandas. Ana Pastor y Vicente Vallés, collera dispuesta como Schwartz y Máximo Pradera en Lo + Plus (el plató recordaba precisamente a aquel programa), se esforzaban en repartir temas, en incidir en preguntas particulares, para permitir que cada candidato tuviera una posición realmente activa, con proposiciones y respuestas. Un fórmato mucho más ágil que todos los cara a cara que hemos visto a lo largo de estos años. Volverá. Y con atriles, por favor.
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