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El ocaso de Zapatero

Termina su mandato como el presidente de la crisis con casi cinco millones de parados y el final de las políticas sociales

Zapatero con Rubalcaba, su estratega en la campaña de 2004.
José Joaquín León

08 de noviembre 2011 - 01:00

ASÍ pasan las glorias terrenales. José Luis Rodríguez Zapatero, aquel político socialista que sorprendió en las elecciones generales de 2004, ganando contra pronóstico y contra las encuestas, ha durado menos de ocho años. Pierda o gane el PSOE, él ya no estará después del 20-N. Hoy Zapatero es visto como un estorbo, incluso para los suyos. En privado, aunque no en público, muchos socialistas atribuyen la probable derrota electoral a la gestión de la crisis que realizó Zapatero, o a la mala comunicación de esa gestión, según se vea.

Él fue como una esperanza para la nueva izquierda que se truncó. Ha durado como presidente algo más de la mitad que Felipe González, que aún dura como adorno. Los datos están ahí. Todo el mundo dice que la crisis acabó con Zapatero, que ha terminado hundido por el agobio de hacer justamente lo contrario de lo que hacía. Pero a Zapatero lo ha hundido el paro. Crisis hay por todas partes, pero un índice de parados como en España no lo hay en ningún país civilizado de Europa. En vísperas de las elecciones salió una encuesta de población activa que los cifraba en 4.978.300. Casi cinco millones de parados son insostenibles, incluso para él, que apostó por la economía sostenible.

Hablar bien de Zapatero está hoy muy mal visto. Se le ve como el presidente del paro y de la crisis, como el hombre de los recortes sociales, allá donde antes regalaba con generosidad. Se le ve como el político que se ha cargado la prosperidad del país por enterarse tarde de una crisis, que negó con reiteración. Se le ve como alguien que se ha obsesionado por el déficit público después de ponerlo por las nubes. Se le ve como el artífice de los bandazos, que unos años iba por ahí y los siguientes por el lado contrario. Se le ve como adalid de una izquierda de pacotilla, que no se ha traducido en nada serio, si acaso en lo anecdótico. Se le ve como un problema para España por haber conseguido que en Cataluña haya más independentistas que nunca, después de darles más que nadie. Y no se le ha visto como el presidente que acabó con el terrorismo, porque se sabe que ETA se murió de asco y de vieja.

Hoy se le ve muy mal, fatal, como el peor presidente que ha tenido la democracia española desde la Transición. Y no es ya por desgastar al PSOE, sino que se ha desgastado él solo. Hay dos partes en la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero. Si las segundas partes nunca han sido buenas, la suya ha sido peor todavía. Si se la hubiera ahorrado, hubiera sido mejor para todos, incluso para él.

El primer tiempo de Zapatero fue el mejor, o el menos malo, si se aprecia con perspectiva histórica. Ahí estaba recién llegado a la Moncloa, cargado de ilusiones. Fue recibido con la expectación de unos, deseosos de que volviera la izquierda; y con la cara que se le quedó a los otros, después del fallo de las encuestas. Comenzaba un tiempo de apariencias. En ese arte de aparentar lo que realmente no era se le deben reconocer sus habilidades al presidente del Gobierno. Lo más difícil que aparentó, y coló durante cierto tiempo, era su presunto izquierdismo.

Para ello se olvidó de la economía, que iba bien desde los tiempos de Aznar, o eso se decía. Dejó que los acontecimientos siguieran su curso, desde la ignorancia de que los acontecimientos a su aire son como los aviones sin piloto, que tienden a estrellarse. La burbuja inmobiliaria se fue engordando hasta adquirir un sobrepeso excesivo. Le advertían cualificados expertos y analistas. Le decían que iba a reventar de un momento a otro, pero Zapatero no los creía. Decía que éramos la envidia de Europa, un gran país, que Italia nos miraba desde abajo, que ya íbamos a por Francia y cosas así. Chuleábamos un poco a Europa, porque esto era el milagro español.

Centró los tiros en otros postulados que abanderarían su política de izquierda, como el matrimonio homosexual, las paridades allá donde fueran posibles, la verborrea contra los malos tratos mientras aumentaba la violencia contra la mujer, la ley antitabaco y otras cortinas de humo. Y además los estatutos de autonomía, cuya reforma y ampliación se empezó a plantear, a imitación de Cataluña, donde había creado un problema de los gordos por culpa del Tripartito encabezado por José Montilla, que superaba en reivindicaciones a sus socios de la ERC de Carod-Rovira.

Junto a eso, observó con agrado que la Conferencia Episcopal criticaba todo aquello que iba contra la doctrina de la Iglesia, así que empezó a insistir en todo aquello que alteraba a la jerarquía eclesiástica, para demostrar que los curas estaban en contra de la nueva izquierda. De modo que la carcundia y la caverna eran enemigos naturales de Zapatero, heraldo de la nueva progresía, sin necesidad de tocar para nada las estructuras económicas, sino convocando a los banqueros y presidentes de cajas de ahorros afines a la Moncloa cada vez que lo estimara oportuno.

En este tiempo de apariencias se empezó a ver que la memoria histórica de la guerra civil era otra de sus obsesiones. Durante la Transición se hartaron de escribir novelas y de producir películas de cine sobre la guerra civil del 36, por aquello de que no se había podido ofrecer la otra visión, la de los republicanos que perdieron la contienda fratricida. Superado el drama de los vencedores y vencidos, cicatrizadas más o menos las heridas, Zapatero vino a decir que no, que él no se había olvidado del fusilamiento de su abuelo, capitán del Ejército republicano. Y el zapaterismo se empezó a teñir de unos tintes rencorosos, como si volviéramos al 36, pero al revés, ganando los que perdieron.

Sobre ese imposible de volver la historia del revés, también se especuló bastante y hubo sus polémicas con los fachas que entraban al trapo. Algunos aprovechaban para empezar a pedir la III República, como si no hubiera cosas más importantes por las que preocuparse. La situación se empezaba a tornar preocupante, aunque disimulaba. Y ganó las elecciones por segunda vez, sin que el pueblo entendiera lo que se le venía encima.

El segundo mandato fue el de las pesadillas, el de los bandazos, el de lo contrario de lo que hicimos, el de Diego donde dije digo. Ahí apareció el Zapatero del harakiri, dispuesto a inmolarse por la izquierda (por su izquierda) y por España. Ahí se buscó a mártires como Bibiana Aído (sacrificada en la pira de la igualdad), como Pedro Solbes (que pasó inmaculado por la crisis) y hasta como María Teresa Fernández de la Vega (que salía a todos los quites). Incluso convirtió en mártir a Alfredo Pérez Rubalcaba, que aún no se ha enterado.

Entramos en el periodo del sálvese quien pueda, a sabiendas de que con este señor era imposible el salvamento, y sólo estábamos ya para evitar el socorrismo de Europa. De lo malo pasamos a lo peor del zapaterismo. Es el tiempo en el que empieza a subir el paro en plan alocado y el déficit público alcanza el 9,49%. Es entonces cuando el hombre que nunca haría recortes y se preocupaba hasta el extremo por las prestaciones sociales, sube el IVA al 18%, intenta aplazar la edad de jubilación a los 67 años, se carga los cheques bebés y emprende una reforma laboral que aumenta más el paro, entre otras medidas de dudoso gusto.

Puede ser que, con el tiempo, también cambie la visión sobre Zapatero, como ha pasado con otros presidentes. Quizá, con el devenir de los años, se recuerden algunos aspectos positivos de sus dos mandatos, que hoy están olvidados o minimizados. Entre ellos se podrían citar que ETA dijo que no seguiría matando, entre la indiferencia general; que Europa no nos rescató, pese a los negros augurios, a diferencia de lo que pasó con Grecia y Portugal; o que el Barcelona era el mejor equipo de Europa y la selección española (ahora La Roja) ganó el Mundial y la Eurocopa.

Puede que también se recuerde a España como un gran país que consiguió sobrevivir a Zapatero, aunque de mala manera.

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