¿El laberinto tiene salida?
pedro sánchez Buscó soluciones sin fortuna a la peliaguda situación tras el 20-D y logra un triunfo moral al evitar el 'sorpasso', pero el tropiezo ante el PP es duro
¿Qué hacer cuando un laberinto no tiene salida, cuando el camino en su final está sellado a cal y canto, y sólo queda estrellarse contra el muro de la realidad? Pedro Sánchez sufre desde finales de 2015 en una eterna aporía: su problema no tiene solución. O quizás ahora sí. Hiciera lo que hiciera tras el 20 de diciembre no encontraba la luz al final del túnel. Y el pronóstico para hoy era más terrorífico aún con el resuello de Unidos Podemos sobre el cogote. Pero hoy cuenta con un asidero, el único pese a que no sea ni mucho menos ideal: liderar la oposición y permitir gobernar a Rajoy después del incontestable triunfo de los populares.
Vive en una paradoja, como los argumentos de Zenón de Elea con aquella historia de que Aquiles nunca daría caza a la tortuga: el secretario general del PSOE fue quien más empeño puso en formar Gobierno a comienzos de año, aunque trabajar mucho no implica necesariamente trabajar bien. Sus 90 diputados, el peor bagaje histórico de los socialistas, sólo le dieron para convencer a Ciudadanos, no así a Podemos -entonces sin el añadido de Unidos-. La doble investidura fallida en la primera semana de marzo sólo desgastó su imagen, bastante laminada también por los contubernios de los barones de su partido, comandados por Susana Díaz -sonoro fracaso el suyo anoche al ser derrotada por Moreno Bonilla-, por los amagos de ésta de desbancarlo de la Secretaría General y por la tibieza de las opiniones del líder a propósito de asuntos peliagudos como la consulta independentista de Cataluña.
Cual percebe a una roca, Sánchez se agarró fuertemente a su endeble liderazgo para probar una última vía de escape: otros comicios. Si no dimitió tras despeñarse el 20 de diciembre, ¿cómo iba a tomar esa decisión después de sus vanos intentos por gobernar y de salir airoso de las embestidas internas en su partido? Con el PSOE en descomposición y Pablo Iglesias abrazando a Alberto Garzón, el panorama pintaba aún peor para estas extrañas elecciones estivales tras una cortísima legislatura.
Su obstinación no tiene parangón y sabía que su futuro político estaba ligado a aferrarse al cargo o sería otro muerto en el baúl de los recuerdos. La polarización de la campaña entre el PP y Unidos Podemos provocó no sólo nerviosismo sino casi un infarto en las filas socialistas por el cacareado adelantamiento de los morados a la histórica fuerza del puño y la rosa.
Mientras Pablo Iglesias sonreía, Pedro Sánchez endurecía su gesto y se afanaba en recalcar que las elecciones no eran una batalla entre la derecha corrupta y la izquierda radical, y que la socialdemocracia, por más que se la arrogara también su principal enemigo, sólo está representada en España por el PSOE.
Sánchez, Pérez-Castejón por parte de madre, nacido el 29 de febrero -hasta para eso tiene su punto especial- de 1972, economista de profesión y acompañado, contra viento y marea incluso, por su esposa, Begoña, superó el miedo, el pavor, de convertirse en el protagonista del sorpasso, aunque sigue perdiendo fieles el PSOE y eso quita valor a su éxito en el mano a mano con Iglesias. No habrá terceros comicios después de la victoria de Rajoy y Sánchez no se enfrentará a otro dilema de coco y huevo, a una nueva aporía. No tendrá que decidir entre lo malo y lo peor; ahora bien, no le queda otra que abstenerse y permitir al PP, sea quien sea su líder, llevar el timón de España en coalición con otras fuerzas.
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