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Asaltante en gerundio

Pablo Iglesias

Llegó hace un lustro para revolucionar la izquierda y, de momento se ha quedado a medias

Aspira a condicionar el gobierno del PSOE

Pablo Iglesias.
Carlos Rocha

24 de abril 2019 - 06:49

En la primavera de 2015, una compañera, desde Estrasburgo, me envió una imagen con el siguiente pie de foto: “La coleta más famosa de España”. Pablo Iglesias (Madrid, 1978) era entonces una estrella, al menos en la izquierda. Irrumpió un año antes en la Eurocámara, aunque estaba fogueado por las tertulias televisivas y años de asesoría a partidos de izquierda.

Duró poco en Bruselas. Su intención era asaltar los cielos y, por el camino, hacer saltar por los aires al partido de cuyo fundador heredó el nombre. De aquello hace un lustro, que en el actual escenario político español es una eternidad. El tiempo suficiente para pasar del estrellato –el fenómeno Podemos se llevó titulares en la prensa internacional– a tener papeletas para ser el estrellado en las elecciones del domingo.

En ese intervalo, el líder de Podemos ha tenido tiempo de ponerse primero en las encuestas para después jugarse el quinto puesto con los novatos de Vox. Los extremos, a veces, se tocan, aunque a ninguno quiera reconocerlo. También sacó un rato para presentar una moción de censura de la que casi nadie se acuerda.

Un año después votó a favor de otra moción de censura. La que permitió la llegada a La Moncloa de Pedro Sánchez, que es el líder socialista con quien Iglesias se disputaba la hegemonía de la izquierda hasta hace no tanto.

Quizás utilizar el el vocablo italiano sorpasso para conjurar su posible victoria sobre el PSOE fue una mala idea. No en vano el Partido Comunista Italiano, los protagonistas del sorpasso original, llevan ya décadas en los libros de historia.

Historia es también lo que son ya algunos de esos primeros podemitas, casi todos profesores de Ciencia Política de la Universidad Complutense, que acompañaron a Iglesias en la fundación del partido. Hay una foto icónica del primer Vistalegre protagonizada por Juan Carlos Monedero, Carolina Bescansa, Luis Alegre, Íñigo Errejón y el propio Pablo Iglesias. Sólo Monedero, que en la imagen tiene el puño en alto, sigue a día de hoy, al líder morado. De lejos. El resto, purgados o desaparecidos.

El icono de Vistalegre

La plaza de toros madrileña –convertida en cancha de baloncesto– tiene valor histórico para los morados. Aunque ahora Vox se la disputa, Podemos tomó la alternativa en el ruedo político en una multitudinaria asamblea. Un par de años después fue el escenario de una guerra fratricida entre dos amigos a los que la política ha acabado por separar.

“En ese momento me dieron ganas de adoptarle y, efectivamente, le adopté”. La frase es de Iglesias. La dijo en El Larguero en 2015, después de contar cómo conoció a Errejón en esa facultad de Políticas. Tres años después, en Vistalegre II, Iglesias convenció a la militancia de que el suyo era el camino correcto.O, al menos, más correcto que el de Errejón.

“¡Unidad, unidad!”, exclamaban desde los tendidos los inscritos –no militantes, no afiliados– de Podemos. Les estaban echando una bronca. Hubo optimistas que vieron un renacer en aquel cónclave. Dos años después, Errejón se ha salido del rebaño y es candidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid con Manuela Carmena. “Con todo el respeto, Íñigo no es Carmena”, espetó el secretario general cuando se enteró del contubernio de Más Madrid.

Y todo esto sólo en un lustro. Por el mundo habrá partidos centenarios con menos vida orgánica que el Podemos de Pablo Iglesias, que parece rehuir de la unidad interna al mismo tiempo que intenta el abrazo -del oso- con la IU de Alberto Garzón, nuevo apóstol del pablismo. Con sorna, hay quien dice que, con el tiempo –y las escisiones–, será Podemos quien se diluya en la veterana federación.

Lo decidirán los inscritos, como casi todo lo que se hace en Princesa, la calle madrileña donde el partido tiene su sede federal. Lo habitual son los resultados con porcentajes a la búlgara, pero hubo un referéndum con tanta discordia como el del ínclito 1 de octubre.

Iglesias se fue a Galapagar y se compró un chalet de 600.000 euros. Con un gusto más que discutible, pero con un hipotecón a pagar en 30 años entre Iglesias y su compañera –y número dos del partido–, Irene Montero. ¿Es casta comprarse un chalet por ese precio? Hay debate, pero, como poco, es de una estética dudosa.

Más allá de las puñaladas fratricidas, el chalet de Galapagar es un punto negro difícil de borrar en el currículum de este político “brillante”, según lo definen los que lo conocen. “Se puede estar de acuerdo con él o no, pero es un animal político”. ¿Su mayor defecto? “Le cuesta encajar las críticas”.

Como las que recibió por aquel cartel sobre su retorno a la actividad tras una baja por paternidad que, según dicen, lo ha cambiado. “Vuelve”, rezaba el cartel con el “el” resaltado. Él, al que acusan de personalista. Él, que venía a asaltar los cielos y sigue asaltándolos, en gerundio, cinco años después.

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