Mariano Rajoy, un experto en la supervivencia
El candidato del PP logra salir vivo de unas urnas para las que lo dieron por amortizado; ahora le toca demostrar que puede lograr consensos
Mariano Rajoy es gallego. Pero gallego, gallego. Y va a necesitar de su galegidad para afrontar desde hoy mismo la que se le viene encima. Algo que, por otra parte, nadie tiene muy claro aún en qué se sustancia. Y eso es algo que a este compostelano de 60 años siempre se le ha dado bien. Moverse en la indefinición, decimos. Porque Rajoy es un superviviente de 30 años de carrera política en la que ha sido cocinero en muchos fogones antes que fraile en otros tantos monasterios. Y siempre, con mayor o menor sufrimiento, ha sido capaz de salir vivo de todos los envites. Logró mantenerse en el partido pese a la poca afinidad que mantenía con Manuel Fraga; consiguió ser designado por José María Aznar cuando todos pensaban en Mayor Oreja o Rato; se sostuvo en el timón popular cuando el dedo de Aznar flaqueaba y los barones populares se disputaban su cabeza, y ha logrado seguir vivo cuando la corrupción arrasaba su partido y protagonizaba escándalo tras escándalo. Así es él, estoico, silencioso y poco amigo de improvisaciones. De esos que cuando vienen malas agacha la cabeza para evitar el viento le despeine. Ahora, tras dejarse 63 diputados en el camino, afronta el reto de seguir vivo pese al duro castigo de las urnas.
Porque eso sí que está claro. Más allá de su resultado en 2011 (186 diputados que era imposible repetir), la caída vivida ayer es mucho mayor de lo esperado. No llegó el 30% ansiado, ni mucho menos a esa barrera de 130 actas en la Carrera de San Jerónimo que le habrían garantizado una jubilación más o menos apacible. Sin embargo, quienes conocen a Rajoy -y esos en estos cuatro años son la mayoría de los españoles- saben que es capaz de navegar mejor con dificultades que sin ellas. Tras un asfixiante recuento, la suma de PP y Ciudadanos hace 163 diputados, cuatro más que lo que tienen PSOE y Podemos. Un margen exiguo, pero el suficiente para que el presidente del Gobierno pueda negociar el futuro con cierta garantía. (Así se lo reconoció anoche el mismo Pedro Sánchez.)
Y lo hará después de una campaña que casi ha ganado él solo. Desconfiado de todo lo que no sea su reducido círculo inmediato, abandonó a su suerte a los candidatos de autonómicas y municipales y fió el futuro de su partido a los comicios de ayer. Parece haber salido vivo del envite. El hombre del plasma, ese dirigente frío y obsesionado con los números y Angela Merkel, ha dado paso en 15 días a un hombre que se ha esforzado por ser cercano y bonachón. Se ha investido de la solemnidad del cargo para no cruzar guantes con los emergentes y cuando lo hizo con Sánchez salió andando del ring por demérito ajeno. Previsible hasta el extremo, es el único con el que han acertado las encuestas, lo que dice mucho de la fe que tienen en él sus siete millones de votantes.
Hace un año y medio era un cadáver político, hoy en día mantiene ciertas constantes vitales. Se ha dejado tres millones de seguidores en cuatro años, pero ha logrado mantenerse. Ante sí tiene la difícil misión de formar gobierno, de buscar consensos y atraer a su lado no sólo a Ciudadanos, su socio más factible, sino a nacionalistas e incluso socialistas para darle al país estabilidad e imagen ante el exterior. La posibilidad de esa gran coalición a la alemana está ya sobre la mesa.
En esa labor deberá abandonar su afición a dejar morir los temas y las crisis, tal y como hizo en Cataluña, y deberá marcar una hoja de ruta clara que recoja la petición de cambio que le han mandado los españoles. En esas negociaciones seguro que va a echar mano de su vena gallega para decirlo todo a la vez que no dice nada. Está ante el reto más difícil de su larga carrera política y no se ha cansado de decir estos días que lo afronta en el "mejor momento de su vida". Al final será verdad que es un superviviente.
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