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Un camarada para los españoles

En sus últimos años se convirtió en un observador sagaz

Jorge Bezares

19 de septiembre 2012 - 06:42

CUANDO más necesita España del espíritu de la Transición, se marcha otro de sus principales arquitectos, Santiago Carrillo. Quizás, a propósito del ejercicio colectivo de memoria que estamos obligados a hacer para rendirle honores, podamos recuperar algunos de los valores que Carrillo puso sobre la España sin Franco para que los españoles pudiéramos recuperar derechos y libertades: coraje, valentía, inteligencia, capacidad de liderazgo y de diálogo y, sobre todo, generosidad.

Esa generosidad se puso de manifiesto el 9 de abril de 1977, aquel Sábado Santo Rojo, cuando ya legalizado el PCE por el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, compareció ante los medios de comunicación con la bandera española, la rojigualda, detrás y no la tricolor. Con ese gesto, alineó a su partido, el principal partido antifranquista -Manuel Vázquez Montalbán siempre le reprochó al PSOE los "cuarenta años de vacaciones" cuando cumplió el centenario-, con la reforma y rechazó la ruptura que le reclamaban mayoritariamente en el PCE. Ahí residió su principal éxito político. Sin esta decisión de calado, el tránsito a una democracia parlamentaria hubiera sido mucho más complicado de lo que fue, tal como ayer le reconoció casi todo el mundo.

Tras una Guerra Civil que le marcó a fuego, con la leyenda negra de Paracuellos creada por la propaganda franquista a sus espaldas, este asturianín, recriado en Madrid y en el exilio, manejó con mano de hierro el PCE hasta que, muerto Franco, regresó a España oculto tras una peluquín ciertamente esperpéntico.

Veintidós años, de 1960 a 1982, permaneció como primer secretario del Comité Central. En esa etapa, aparte de organizar una estrategia antifranquista incansable, se convirtió junto a Adolfo Suárez y otros padres de la Patria en uno de los arquitectos de la democracia que hoy disfrutamos. Por el camino, despojó al PCE del leninismo, con la ayuda del pensamiento de Antonio Gramsci y el empuje de Enrico Berlinguer y Georges Marchais en los partidos comunistas de Italia y Francia, y se convirtió al eurocomunismo.

Tras participar activamente en la consolidación de la democracia en España, Carrillo tiró la toalla en el PCE tras la abrumadora victoria del PSOE y de Felipe González en las elecciones de 1982 y el descalabro que sufrió su formación política. Después, cuando los comunistas compartieron estrategia con el PP para desalojar a los socialistas -en Andalucía se tradujo en la pinza-, se alejó de sus antiguos camaradas.

En sus últimos años, sin renegar nunca de sus principios comunistas, Carrillo se convirtió en un observador sagaz y crítico de la realidad española. Recuperó desde tribunas rediofónicas privilegiadas su antiguo oficio de periodista, que ejerció dignísimamente con un verbo certero y pausado. Si pecó de algo, fue de pura melancolía: "Las luchas internas impidieron al PCE utilizar un capital político de gran valor, como ser el partido que había hecho posible con su política de reconciliación de los españoles y el establecimiento de la democracia" (2011). O de visionario: "Si dentro de 30 años no tenemos dos jóvenes trabajando para mantener a un jubilado, habrá ocurrido una catástrofe o habrá robots que lo hagan" (1994).

Finalmente, tras cumplir 97 años con el pitillo en la boca, Carrillo se murió mientras dormía la siesta. A buen seguro que falleció satisfecho al emular en esa su última hora al abuelo de Olmo Dalcò, que se marchó soñando con un mundo sin pobres.

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