Dos Reyes, ¿dos transiciones?
Juan Carlos I puso la Corona al servicio de la consecución de la libertades; ahora su hijo, Felipe VI, tiene el reto de hacerla útil para la regeneración nacional.
ENTRE el discurso de Juan Carlos I en el que invitaba a todos los españoles a "un efectivo consenso de concordia nacional" y el pronunciado ayer por Felipe VI, en el que defendió una España "unida y diversa" regida por los valores de "integridad, honestidad y transparencia", median casi cuarenta años. Pero en términos de transformación histórica y de cambio de la realidad de un país parecería que ha pasado por lo menos un siglo. Juan Carlos inauguró un tiempo en el que tras la dictadura debía recoger las ansias de libertad de la inmensa mayoría de los españoles, que ya no toleraban que los tratasen como menores de edad crónicos. Felipe, en su primer mensaje a los ciudadanos, ha asumido que éstos le piden una profunda regeneración democrática y que su acción debe encaminarse a fortalecer un sistema constitucional que hace aguas por todos los lados. De hecho, su propia llegada al Trono tras la abdicación de su padre es un símbolo de hasta qué punto las instituciones del Estado se han deteriorado y deben reinventarse para cumplir su función.
Hace 39 años, en la mañana del 22 de noviembre de 1975 y con el cadáver del dictador expuesto a unos pocos centenares de metros, Juan Carlos estableció, ante una Cortes corporativas que sólo lo veían como el sucesor de Franco, las bases sobre las que después se desarrollaría el proceso de la Transición desde un régimen anacrónico y antidemocrático hacia una democracia plenamente equiparable con la de las principales potencias de una Europa a la que se miraba como un anhelo. En sus palabras de ayer, Felipe, de alguna forma, apuntaba hacia una segunda transición que recuperase el espíritu de la primera para poner en orden lo que no ha funcionado. Pero no hay que olvidar que cuando Juan Carlos I fue proclamado gozaba de un poder efectivo del que su hijo carece. El franquismo había residenciado en el Rey la práctica totalidad de los poderes que tenía el dictador y Juan Carlos no dudó en usarlos para poner en marcha su objetivo de dotar a España de un sistema de libertades. Los usó, por ejemplo, para destituir a un presidente del Gobierno que era una rémora y poner en su lugar a un Adolfo Suárez con el que formó un equipo audaz y efectivo. Pero su hijo no tiene más poder que el que le da el arbitraje y la influencia. Por lo tanto, su discurso de proclamación hay que entenderlo en la clave de que la Corona está dispuesta a arrimar el hombro en el proceso de regeneración democrática. Pero el protagonismo y el empuje corresponde a los políticos en cuanto representantes de la soberanía popular consagrada en la Constitución. El mensaje es importante: la necesidad de regeneración del sistema que se evidencia con dramatismo en el resultado de las elecciones europeas del 25 de mayo empieza por la Corona que, por el desgaste del Rey y sus muchos errores, había perdido el favor de su pueblo. Pero ahora debe de seguir por la política, por la economía y por el conjunto de la sociedad. Y ahí está el Rey para ayudar.
La Transición, la que nos trajo las libertades hace casi cuarenta años, fue un proceso que aunque ahora se quiera poner en entredicho constituyó un éxito de dimensiones históricas. Pero también tuvo errores que el paso del tiempo y las transformaciones sociales y económicas han agrandado hasta convertirlos en problemas capaces de lastrar el desarrollo de España como nación. Se podría dar una lista de al menos media docena, pero hay dos cuyas consecuencias son especialmente graves y que estuvieron ayer muy presentes en el discurso de Felipe VI: un diseño territorial del Estado que se ha revelado tan costoso como ineficaz para encauzar las tensiones nacionalistas y la creación de una estructura política que daba a los partidos -a los aparatos de esos partidos y a su control de las listas electorales- un inmenso poder en detrimento del de los propios ciudadanos. Un sistema que a lo largo de estas cuatro décadas ha degradado el valor de la política y ha propiciado la aparición de una corrupción que nunca se podrá decir que ha sido generalizada, pero que ha alcanzado límites grotescos y que ha hecho que se acumule un enorme resentimiento y desconfianza hacia la política y, sobre todo, hacia los políticos.
El nuevo Rey puso ayer el acento de su discurso regeneracionista en la necesidad de controlar estos dos problemas. El principal reto para la Corona al inicio del reinado es el desafío soberanista catalán y también el vasco. La actitud de los presidentes de las dos comunidades autónomas durante la sesión de ayer de las Cortes anticipa tiempos duros para el joven monarca. El problema catalán va a ser el gran banco de pruebas de Felipe VI, el campo en el que va a tener que demostrar su capacidad de arbitraje y de componedor de consensos. Si España se le rompe su puesto en la historia será el de los perdedores. Él sabe que no lo tiene fácil y que tiene que emplear todas sus capacidades en ayudar a resolver la amenaza que ha planeado la deriva suicida del hasta hace poco constructivo nacionalismo catalán.
El Rey también se la va a jugar en la dignificación de la vida pública. La ausencia de la infanta Cristina en los actos celebrados ayer en Madrid subrayaba de forma dramática que la mancha de la falta de ética se ha extendido hasta rozar la Jefatura del Estado y ello ha contribuido a deslegitimar el sistema. El desprestigio de la clase política se ha convertido en uno de los grandes problemas nacionales, que, además, la propia clase política parece incapaz de atajar. Al poner el dedo sobre esta situación Felipe VI ha lanzado un mensaje inequívoco y ha puesto a la propia Corona como la primera institución que debe de reformarse para dar ejemplo.
Al margen de la amenaza a la unidad nacional y del deterioro institucional por la corrupción, hay un tercer capítulo donde parece que no se produce con la misma intensidad el abismo temporal entre el discurso de Juan Carlos I en 1975 y el de su hijo en 2014. Tanto uno como otro se refirieron en términos no muy alejados a la necesidad de dar respuesta a los problemas sociales que conlleva una alta tasa de paro. En esta cuestión la España de la segunda década del siglo XXI presenta perfiles aún más dramáticos que la del último cuarto del XX.
En definitiva, el Rey que se va planteó una transición a la libertad para dejar atrás cuarenta años de dictadura. El que llega ahora propone una segunda hacia la regeneración de la vida pública. Juan Carlos acertó porque su objetivo era ampliamente compartido por la ciudadanía y legitimó en muy poco tiempo una Monarquía que muchos consideraban una institución anquilosada y reaccionaria. Tuvo el mérito de hacerla útil. Ahora Felipe tiene un reto similar: poner la Corona al servicio de una profunda corrección de nuestra vida pública y hacerla rentable para el pueblo. Se trata de una segunda transición cargada de incógnitas.
También te puede interesar