Carlos Navarro Antolín
La pascua de los idiotas
Muchas personalidades de la élite política del régimen franquista y de la oposición tenían el firme convencimiento, en 1976, de que la permanencia de Adolfo Suárez al frente del Consejo de Ministros sería efímera y que su nombre quedaría varado en las notas a pie de página en algunos manuales de historia detallistas y puntillosos. Poco más.
Pero, ¿y los españoles?
Vieron y escucharon cómo el joven presidente proclamaba en aquella televisión de riguroso blanco y negro -el color entró en la mayoría de los hogares dos años más tarde, con el Mundial de Argentina- que su programa reconocía la soberanía popular y que prometía -porque podía hacerlo, machacaría después en un eslógan que fue coreado y parodiado hasta la hartura- un referéndum sobre la reforma política y elecciones generales antes del 30 de junio de 1977.
Elecciones. En España.
Y él, Adolfo Suárez, en el epicentro. Protagonizando la opción más atractiva -o lo que es lo mismo, y más importante, menos traumática- para esa población, la llamada mayoría silenciosa, situada lejos de los extremos: haciendo oídos sordos a la cada vez más notable algarada de la oposición de izquierdas más rupturista -movimientos obreros y estudiantiles-, y entre la que aumentaba la aversión por la reacción de la ultraderecha, más siniestra y más violenta a medida que pasaban los días y se iban sucediendo los acontecimientos.
Suárez comprobó que personificaba (o tenía que hacerlo), para la inmensa mayoría, el anhelo del cambio tranquilo. Su ambición y el deseo de los españoles tenían que fundirse en las urnas. A las mesas electorales iba a acudir una población a la que desde 1939 no sólo se le había usurpado la voluntad y se le había negado la capacidad de decidir por sí misma, sino que además se le había transmitido -a sangre y fuego cuando fue menester- que por su mera condición y naturaleza de españoles no estaban preparados para elegir nada ni a nadie. El propio Manuel Fraga estaba convencido de que cuarenta años de dictadura habían moldeado a la mayoría de los españoles como gente de derechas, por lo que darían su voto a una formación política construida sobre los pilares básicos del conservadurismo hispano. Y así fue el primero en tomar la iniciativa creando en septiembre de 1976 fundó Alianza Popular. Lo hizo rodeándose de eminencias del régimen franquista -Laureano López Rodó, Licinio de la Fuente, Federico Silva Muñoz y Gonzalo Fernández de la Mora, entre otros-, e incluso abduciendo a elementos que bien podrían haber encajado en el proyecto de Suárez. A los españoles les sonaban todos esos nombres. Gente de Franco.
Tampoco el joven presidente del Gobierno que había sustituido a Arias Navarro terminaba de desembarazarse de la etiqueta de haber sido un gris (incluso para muchos mediocre) funcionario del Movimiento que, eso sí, acaparaba desde hacía tiempo gran parte del minutaje televisivo con formas y maneras muy distintas a las de quien había anunciado la muerte del dictador sin ocultar los pucheros. Y probablemente su currículum era muy parecido al de muchos de esos telespectadores que lo veían y escuchaban desde sus hogares, con una trayectoria personal y profesional tan discreta o desconocida como la del político que prometía el cambio. Jugando la baza de la moderación, acudiendo a la zona templada de la sociedad, tan reacia a las temperaturas extremas, obtuvo Suárez el éxito político que, sin embargo, no lograría esconder y mucho menos amputar todo lo que de invento artificial tenía su centro al que dieron su confianza, porque con él se sentían más tranquilos, la inmensa mayoría de los españoles. El piloto de la transición supo hacer ver, de una parte, que al contrario de lo que predicaba el rancio y embustero discurso de la caverna, un sistema democrático no era pornografía, libertinaje, delincuencia y anticlericalismo; y de otra, que el modelo que ofertaba -aun habiendo fermentado en el propio caldero del franquismo- no era, como le reprochaba la izquierda, una herencia del régimen que había quedado sepultado el 23 de noviembre de 1975 bajo el granito del Valle de los Caídos.
Eso sí, en el futuro, a la corrosión interna que sufrió UCD como consecuencia de las rivalidades políticas y la lucha por el poder de quienes la integraban se sumó una toma de posiciones más perfilada de los votantes. La sociedad se transformaba a medida que caían las hojas del calendario y a la inercia primera de aglutinarse a la sombra de aquel centro de urgencia y apaños le sucedió la fuerza centrífuga que empujó al electorado a decantarse ya de otra manera en sucesivos comicios: emergió la poderosa maquinaria del PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra, que con su desmoche ideológico sedujeron al sector más progresista del centro, lo que se dio en bautizar como centro-izquierda, y la derecha menos montaraz se reconvirtió con tratamientos anticaspa para moderarse y dar a luz eso del centro-derecha. La fragilidad del centro suarista se hizo patente. Sufrió un raspado tan a fondo que quedó absolutamente estéril y sin capacidad para reproducirse. La vitamina política de la que se había nutrido se la quedaron otros, que además la perfeccionaron. O la adulteraron. Su debilidad fue clamorosa con el sucedáneo del CDS. Apenas había alguien al que ese centro le resultase atractivo. Quedó abandonado, vacío.
¿No empezó entonces a ponerse de moda la periferia?
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