Oppenheimer, Nolan y el tiempo perdido de la física
Con la película sobre el padre de la bomba atómica, el cineasta se introduce en la revolución de la física de la que han brotado varios de sus guiones
Un gato vivo y muerto a la vez, fotones que están en todos los lados, partículas que se comunican a distancias siderales sin que nada medie entre ellas y viajeros del espacio a los que se les congela el discurrir del tiempo. En las tres primeras décadas del siglo XX un grupo de científicos, en buena parte alemanes y judíos, protagonizó una revolución de la física de la que aún no nos hemos repuesto, la realidad se deshizo entre las manos y lo que comenzaron a contarnos era pura psicodelia. Aún hoy se siguen escribiendo decenas de libros de divulgación para ayudarnos a tratar de comprender lo que a primera vista es casi brujería.
Christopher Nolan, director de cine, productor y escritor, debe ser uno de esos sufridos lectores profanos de la nueva física que quiere comprender y hacer comprender ese mundo donde el determinismo científico fue sustituido por nubes de probabilidades y de indeterminación, y en el que el tiempo dejó de ser una magnitud absoluta para convertirse en una cama elástica flexible sujeta por la gravedad. Todo el esfuerzo de la divulgación de la física cuántica es una aproximación verbalizada -¿parábolas?- a un relato matemático al que se han acercado también los filósofos, poetas y otros creadores.
De todos éstos, el físico teórico italiano Carlo Rovelli, ha logrado congeniar la solidez científica con cierta filosofía que sabe a poesía. Uno de sus libros, El orden del tiempo, es una racionalización de la magia con la que Nolan trama varias de sus películas, sobre todo Tenet, Origen y, la mejor de ellas, Interstellar. Su lectura es fácil, lo realmente complicado es aceptar los resultados.
Nombres de oro
Lo de principios del siglo XX fueron dos revoluciones concatenadas, una propiciadora de la otra; la primera, la más individual, la de la relatividad de Albert Einstein, revelada de una tacada en un solo año, 1905; la segunda, coral, la del átomo y la física cuántica, con Niels Bohr como Alá y sus chicos como profeta: Werner Heisenberg, Paul Dirac, Erwin Schrödinger, Wolfgang Pauli, Max Born y varias decenas de las mentes más brillantes de la humanidad, también Robert Oppenheimer. Einstein, que propició la revolución cuántica con su explicación del fenómeno fotoeléctrico, nunca llegó a convencerse de esa nueva lógica, y así lo escribió en su profusa correspondencia con Bohr y otros actores mientras éstos seguían completando la teoría con nuevos descubrimientos y asombrosas aplicaciones. La mayoría de ellas, no bélicas.
Christopher Nolan estrenó este verano su larga película sobre Oppenheimer, el padre de las primeras bombas atómicas, las que se lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki. El filme es una recreación visual de la basta biografía que Kai Bird y Martin J. Sherwin escribieron sobre el director científico del Proyecto Manhattan. El libro, El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, lleva por subtítulo El Prometeo americano, Sherwin tardó 25 años en escribirlo y reunió tantos datos, impresiones y testimonios que, al final, tuvo que pedir ayuda a un amigo, Kai Bird, para concluir la obra.
Los chicos de Bohr
La biografía es soberbia, y sus 900 páginas corren como si estuvieran engrasadas. En la crítica que Carlos Colón escribió en este diario sobre la película, consideró que había tres en una, su historia con las mujeres -"fallida"-, el despliegue del Proyecto Manhattan en Los Álamos -"buena"- y sus problemas de conciencia con la bomba -"extraordinaria"-, de donde surge la oposición de Oppenheimer a la carrera nuclear y, de ahí, su persecución política por su pasado de flirteos comunistas.
El ejercicio de concentración que hace Nolan de las 900 páginas en el metraje de tres horas reduce a unos pasajes introductorios -creo que se muestra irrelevante para el público- sus viajes de formación a los laboratorios donde se gestó aquella colosal revolución, desde el Cambridge inicial a Gotinga, la meca de la física cuántica junto a Copenhague. Cada uno de estos nombres está grabado en oro en la historia de la ciencia.
Niels Bohr, interpretado por Kenneth Branagh, asistió al nacimiento de los dos proyectos nucleares, el norteamericano y el nazi, aunque no ha llegado a conocerse del todo qué fue a contarle el Oppenheimer alemán, Werner Heisenberg, en una visita que le realizó en Copenhague antes de que el danés logarse escapar de su ciudad durante la Segunda Guerra Mundial a bordo de un avión militar británico. De ese encuentro, hay una obra de teatro y una película posterior protagonizada por Daniel Craig.
Otras dos obras anteriores de Christopher Nolan basan sus tramas en algunas de las consecuencias de la aquella revolución científica. La primera es Interstellar, de 2014, donde utiliza el diferente discurrir del tiempo en presencia de distintas fuerzas de gravedad para convertir en exitoso un viaje imposible que tiene como objeto salvar a la humanidad en una Tierra sentenciada de muerte. Es una de las mejores películas de ciencia ficción que se han grabado y, aunque la espectacularidad se monopoliza en los viajes a través de un agujero de gusano y de un agujero negro supermasivo, el mejor hallazgo visual de Nolan es el que hace al final del metraje sobre las capas del tiempo.
Posterior a Interstellar es Tenet, de 2020, donde Nolan emplea la reversibilidad de la fecha del tiempo de un modo un tanto burdo para tejer una trama que resulta desconcertante y, en momentos, tan incomprensible como Origen, de 2010, una anterior incursión en los estratos temporales, aunque en esa ocasión de la mano de los viajes a través de los sueños. Todas ellas son hijas de Memento, del año 2000, tan acertada como Interestellar y cómo ésta, escrita junto a su hermano Jonathan. Son tramas alucinógenas, pero no más que el propio comportamiento del tiempo.
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