Ningún 11-S más en Afganistán
11-S
El líder de Al Qaeda aprovechó la guerra de Kuwait de 1990 para señalar a Estados Unidos como un invasor, a pesar de que venía de ayudar a los mujaidines contra los soviéticos
Un terrorista es un combatiente que aprovecha el atajo mediático para paliar la enorme ventaja militar que le distancia de su enemigo. El atajo es la brutalidad excesiva, el terror, la victoria que depara el miedo; por eso, no importa tanto la ausencia vital del objetivo como el asesinato en sí. Desde ese punto de vista, los atentados de Osama Bin Laden el 11-S de 2001 en Estados Unidos fueron un atentado perfecto. Por los objetivos y el enemigo. Nueva York, la ciudad que todo el mundo conoce gracias al cine como si fuese su ciudad, era atacada en directo. No en el instante que dura una explosión, sino durante varias horas de una programación de la que nadie podía hacer spoiler. ¿Es un avión de pasajeros o una avioneta lo se ha incrustado en una de los dos torres? Un segundo avión. El derrumbe de una de las moles. La segunda. El Pentágono.
Estados Unidos fue elegido como enemigo. Occidente puede ser un responsable parcial de los males de Oriente Medio, pero Washington nunca había atacado a Afganistán ni a los Estados islámicos de la península arábiga. El periodista Robert Fisk, que fue uno de los pocos occidentales que entrevistaron a Bin Laden, tiene escrito en La gran guerra por la civilización uno de los mayores alegatos contra las injerencias de Occidente, una obra maestra de la fustigación en la que el reportero británico, fallecido en 2020, llega a mostrar su comprensión hacia la turba que le apaleó en Afganistán. Algo así que, como inglés, me lo tenía merecido.
Estados Unidos no era un enemigo de Afganistán. Es más, había apoyado a los mujaidines que echaron a los rusos, con millones de dólares y toneladas de armamentos. En 1979, el extinto imperio comunista, en su bocanada final, invadió el país centro asiático, del mismo modo que décadas antes había entrado con sus tanques en Checoslovaquia y Hungría, porque la integridad de las fronteras del bloque era sagrada. Para ambos. Estados Unidos y Rusia no se enfrentaron de modo directo en ninguna batalla durante la Guerra Fría, pero lo hicieron el terceros países. Afganistán fue el último.
Sin el respaldo de Ronald Reagan a las Siete Hermanas -los siete señores de la guerra que vencieron a los soviéticos-, la URSS habría tardado algunos años más en implosionar y disolverse. Los modernos y prácticos misiles estadonunidense con los que los mujaidines derribaban los helicópteros rusos fueron esenciales en esta victoria. Un año después de que los rusos tuvieran que salir del país asiático, en 1990, Estados Unidos protagonizaba una guerra propia -esta vez sí con sus ejércitos- para salvar a una de las monarquías del Golfo: la de Kuwait. El presidente de Iraq, Sadam Husein, que era el dictador laico que durante una década le había hecho la guerra al islamista Irán, invadió Kuwait para quedarse con sus reservas de petróleo. Estados Unidos expulsó a los iraquíes a la velocidad de un rayo y restituyó a la monarquía islamista con la ayuda de una amplia coalición internacional.
1990. Ése es el año en que Osama Bin Laden se enemista con Estados Unidos. Hijo de una próspera familia de constructores de Arabia Saudí, había luchado en Afganistán contra los rusos, pero había tenido muchos problemas para convencer a los islamistas de que Estados Unidos era un enemigo similar cuando, en realidad, venía de apoyarles en suelo afgano. El primero de los Bush armó una coalición para echar a los iraquíes que fue financiada por las monarquías del Golfo, muy temerosas de que Sadam fuese más allá de Kuwait. Hubo petrodólares para todos, incluido España, donde KIO, la corporación industrial kuwaití, estaba representada por el inquietante financiero Javier de la Rosa.
Arabia Saudí prestó bases a Estados Unidos para atacar a los vecinos, y fue ese hecho el que aprovechó Bin Laden: el supuesto sacrilegio de la ocupación, aunque fuese de modo temporal y solicitada, de una mínima parte de un terreno que los musulmanes consideran sagrados.
Algunos escritores han sostenido que, en realidad, Bin Laden se ofreció a Estados Unidos para liderar el rescate de Kuwait con un ejército de combatientes árabes, del mismo modo que había ocurrido en Afganistán. Esto no es un hecho confirmado, pero lo cierto es que, desde 1990, el terrorista saudí se dedicó a preparar sus atentados contra Estados Unidos y a dar entrevistas en medios anglosajones de enormes audiencias, a través de los cuales anticipaba respuestas violentas contra el país.
En 1993 unos terroristas islamistas intentaron volar las Torres Gemelas. No eran de Al Qaeda, la red de combatientes extranjeros que Bin Laden creó en Afganistán, sino unos seguidores del llamado Jeque Ciego, Abdel-Rahman, aunque sí habían participado en la guerra contra los soviéticos. El 26 de febrero de ese año colocaron una camioneta bomba en uno de los aparcamientos subterráneos del World Trade Center, murieron cinco personas, pero la explosión no consiguió hacer tambalear los pilares de una de las torres. En junio de ese mismo año, otra célula terrorista fue detenida cuando planeaba atacar unos edificios federales y dos túneles en la ciudad de Nueva York.
La victoria de las Siete Hermanas en Afganistán derivó en una terrible guerra civil, en un caos que sólo terminó cuando otro grupo de combatientes derrotó a estos líderes tribales. Fueron los talibanes, unos jóvenes afganos que se había criado en las madrasas de Pakistán y que superaban en fervor religioso y brutalidad a los corruptos herederos de los señores de la guerra. Bin Laden se encontraba, por entonces, en Sudán, con otra yihad, y fueron los saudíes quienes propusieron a Estados Unidos que se marchase a Afganistán, donde supuestamente estaría tan lejos que no podría hacerles ningún daño.
No fue así. Bin Laden respaldó con fondos al mulá Omar para que se convirtiese en el líder de los talibanes y Al Qaeda se instaló en Afganistán. En agosto de 1998, atentó contra las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania, y mató a cerca de 300 personas; entre éstas, varios estadounidenses. Fue entonces cuando el FBI colocó a Bin Laden entre las diez personas más buscadas. En una operación bautizada como Alcance Infinito, Bill Clinton atacó un campo de Al Queda en Afganistán y una fábrica de medicamentos en Sudán, donde supuestamente se estaban elaborando armas químicas para los terroristas.
A finales de 1999, Estados Unidos ya temía un atentado terrorista en su territorio por parte de Al Qaeda. Sin citar al grupo, Clinton lo explicó en una entrevista en televisión, pero el presidente era un hombre angustiado por el caso de Monica Lewinsky y las agencias de inteligencia de su país se habían encapsulado cada una por su cuenta en un clima general de rivalidades y celos que les había llevado a la incomunicación. En el año 2000, Al Qaeda volvió a atentar contra Estados Unidos mediante una explosión en un buque de su armada, el USS Cole, que estaba situado en la costa yemení. Un esquife tripulado por varios terroristas suicidas se empotró contra el casco, y mataron a cinco militares.
El día antes de los atentados del 11-S, Bin Laden le hizo otro favor al mulá Omar: mató al líder de la Alianza del Norte, Al Masud, el León del Panshir, que era la única oposición que le quedaba a los talibanes en el país. Unos terroristas se hicieron pasar por periodistas y acabaron con su vida. Veinte años después, el Panshir ha sido el último territorio que han tomado los talibanes en su segunda victoria en Afganistán. Una victoria acordada con Estados Unidos en forma de retirada en las negociaciones de Doha, y a la que se le puso la fecha del 31 de agosto de 2021 para no volver a pasar ningún 11-S más en el origen de todo esto.
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