“El arte debe combatir la nueva moralidad de la cancelación”
Víctor J. Vázquez | Profesor de Derecho Constitucional y escritor
En el interesantísimo ensayo La libertad del artista. Censuras, límites y cancelaciones (Ed. Athenaica) Víctor J. Vázquez, profesor de la Universidad de Sevilla y colaborador del Grupo Joly, analiza el fenómeno artístico y sus límites legales con gran rigor y perspectiva histórica. Es autor de varias publicaciones y, desde hace años, una de sus principales líneas de investigación es la libertad de expresión en la sociedad digital.
–Analiza los límites legales de la creación en el libro La libertad del artista. ¿Cuál sería la diferencia entre ésta y la de expresión?
–Aunque las dos sean libertades comunicativas, en la artística está implicada la personalidad, la individualidad de una manera mucho más intensa. Si con la libertad de expresión se quieren transmitir juicios de valor, ideas, la artística está vinculada a la provocación de una emoción. Se justifica así que tenga un tratamiento jurídico diferencial.
–¿Qué es el arte hoy jurídicamente hablando?
–Un juez o el estado son incompetentes para definir qué es arte. Ese juicio tiene que remitirse siempre tanto a la propia conciencia del artista como tal, como al reconocimiento que exista en la esfera del arte de que una determinada obra tiene esa naturaleza artística. Ahora nos parece inconcebible que, por ejemplo, los jueces negaran que el Olympia de Manet fuese una obra de arte, o que un grafitero como Banksy no sea un artista. El mundo del arte tiene unos códigos propios que son a los que el juez tiene que atender.
–El artista ha sido históricamente un órdago a la moralidad, un sujeto irreverente.
–No siempre fue así. A partir del Romanticismo, cuando el arte es profundamente subjetivo, tiene algo siempre de expresionista y reclama una libertad absoluta, el artista se convierte en un profanador natural del tabú, entiende que su creatividad no tiene que estar sometida a límites morales.
–¿Cómo se concretarían los límites a esa personalidad?
–La ficción no es delictiva, no genera daño mientras se encuentre en un ámbito figurativo. Los límites comienzan cuando se quiere transitar al mundo de lo real, lo tangible. Si pintas un grafiti en una pared que es propiedad ajena, es una injerencia en la intimidad. O cuando el pacto de ficción no es claro en un novelista y cuenta hechos ajenos que afectan a la intimidad como si fueran ciertos.
–En 2010 se publica un libro de conversaciones entre Albert Boadella y Fernando Sánchez Dragó, en el que este último reconocía haber tenido sexo con menores de edad en Japón. ¿Regiría ahí ese pacto de ficción?
–La respuesta a una entrevista no es ninguna manifestación de la libertad artística. Si él escribe una novela donde el personaje mantiene relaciones sexuales con menores, alguien podrá considerarlo como inmoral pero carece de ilicitud. Se trata de una confesión, que podrá tener relevancia jurídica en función del país donde se ubican los hechos.
–No todo descrédito es punible. En este caso y sin ser yo shakirólogo –ríe–, uno entiende que en el pop hay una serie de recreaciones, códigos propios que hacen que esas apelaciones no lesionen ningún bien jurídico.
–Ahí tengo muchas más dudas porque el pacto de ficción no es claro. El espectador no sabe si es un documental o una recreación. Si tú lo transmites como hechos ciertos y pueden afectar a su intimidad y su honor, no descarto que pudiera haber responsabilidad.
–Trata también en el libro el arte del toreo.
–Tenemos unas obligaciones con respecto a los animales y su bienestar, que se han intensificado. Pero la idea de derecho de los animales es incompatible con nuestra cultura jurídica y nuestra propia idea de civilización. Los animales no son fines en sí mismos, sino medios para determinados fines, sin perjuicio de que tengamos obligaciones para con ellos. Desde ahí se tiene que plantear la cuestión de las corridas de toros, tomando en consideración cuál es el bien jurídico que se esgrime, que no son los derechos del toro porque como tal no existen.
–¿Y la protección de los sentimientos religiosos?
–Los sentimientos, creencias y dogmas religiosos no son límite a la libertad de expresión. No es lo mismo atentar contra lo que las personas creen que contra lo que las personas son. Pisar el terreno de lo blasfemo está en el núcleo duro de nuestro concepto de la libertad de expresión. Lo que se plantea ahora no es un problema jurídico, sino de puro orden público y de capacidad del estado de garantizar la vida e integridad de las personas y de monopolizar el uso de la fuerza. El derecho tiene que adaptarse a esta realidad. Las sanciones que ha habido a Salman Rushdie, Theo van Gogh o Charlie Hedbo, exponentes de artistas que han pisado la sátira religiosa, han sido paralelas al estado.
–¿Es un peligro real la cultura de la cancelación?
–Es el mayor peligro. El censor estatal siempre ha sido alguien denigrado, pero la cultura de la cancelación es una censura social, orgullosa de su capacidad de silenciar, que se aprovecha de las herramientas tecnológicas para celebrarse a sí misma y que puede conducir al verdadero ostracismo. Hay libertad de expresión aunque se van consolidando las ideas de que el arte no puede ofender, una barbaridad, y de que tengo derecho a silenciar. La crítica voraz a un artista es legítima pero la cultura de la cancelación es el intento, a través de una estrategia normalmente digital, de silenciar, de enterrar. Esto genera un efecto desaliento muy fuerte en el ejercicio de las libertades. Los artistas tienen el deber de enfrentarse a esta nueva moralidad. La cultura de la cancelación vuelve a reivindicar el papel del artista como actor irreverente.
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