"Ningún modelo debe llevarnos a competir con las máquinas"
José María Lassalle | Escritor y profesor
Doctor en Derecho, investigador y profesor en varias universidades, José María Lassalle (Santander, 1966) comenzó en 2004 una actividad política que le llevó a trabajar como Secretario de Estado de Cultura en 2011 y de Agenda Digital en 2016, con el Gobierno de Mariano Rajoy, hasta que decidió abandonar el sector en julio de 2018. Su último libro, Ciberleviatán (Arpa), aborda el colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital. El 4 de diciembre lo presentará en el Rectorado de la Universidad de Málaga.
-¿El entusiasmo carente de control con el que se recibió el estallido de las startups no obedeció a una pésima interpretación del liberalismo económico?
-En el origen de la revolución digital encontramos un talento que quería cambiar el mundo, que aspiraba a la utopía desde la más absoluta desregularización. Cualquier asomo de control se consideraba un fenómeno castrador. El problema es que aquella intención de transformar la realidad desde un garaje ha evolucionado hasta las multinacionales que amenazan el orden mundial y que incluso traen su propia moneda. Los resultados de esta falta de intervención están a la vista.
-¿Cómo se puede terminar con la tiranía digital cuando sistemas políticos y económicos tan distintos como los de EEUU y China la sostienen y fomentan con iguales consecuencias?
-La clave está en Europa, donde cada vez más voces advierten de que el tecnopoder sin control no puede durar mucho más tiempo. También ciertos sectores de la sociedad estadounidense están siendo cada vez más contundentes en sus advertencias, especialmente desde que en los últimos años del segundo mandato de Obama se reclamó abiertamente una regulación. La capacidad de alteración de la realidad a cargo del sector tecnológico es tan grande que la política no puede dejarlo descontrolado. China es un caso distinto por su totalitarismo, aunque acontecimientos como los de Hong Kong invitan a reflexionar sobre una posible filtración de la influencia occidental.
-¿Es quizá uno de los peores signos del tecnopoder la manera en que la política acude a los algoritmos para aplicar el peor marketing digital posible, a través incluso de perfiles falsos?
-Así es. Y, de igual modo que las empresas empiezan a crear consejos éticos que velen por su reputación a la hora de acudir a los datos de sus clientes, la política debería aspirar a la ejemplaridad y a poner este asunto en el centro del debate público.
-En su libro habla del fin de la Ilustración y evoca a Kant al referirse a una involución que ha llevado a la sociedad a una minoría de edad a cuenta de la dependencia tecnológica. Pero cabe recordar que el origen de Internet es precisamente ilustrado. ¿Tenemos el Caballo de Troya ideal?
-Vuelvo a los orígenes de la revolución digital, cuando se hablaba abiertamente de una proyección del conocimiento a través del flujo de información exento de intervención y control. El propósito podía ser muy loable, pero apuntaba a una idea de progreso unidireccional que además implicaba utilidades que quedaron convenientemente ocultas, como la huella digital y el uso de los datos de los usuarios para el refuerzo de modelos de negocios bien conocidos. Pero la Escuela de Frankfurt señaló ya en los primeros años, cuando se impulsaba la utopía de la democratización del conocimiento, algunas contradicciones derivadas de la misma tecnología que sin un control adecuado podían desbordarse y favorecer la opresión, la manipulación y la desigualdad. Y justo esto sucedió.
-Propone usted un nuevo contrato social que regule el sector tecnológico, pero ¿no habría que incluir la educación?
-Sí, la educación es esencial. Pero hay que cambiar el modelo educativo de forma radical. Es necesario crear espacios para la imaginación, la creatividad y la libertad y reestructurar la base sentimental de la construcción de la identidad. Sólo así podremos desarrollar una relación sana con la tecnología. El modelo no puede ser el que nos lleva a competir con las máquinas, porque esto sólo conduce a la frustración. Al hombre le corresponde dar sentido y completar las máquinas, no competir contra ellas. Pero para ello necesitamos desarrollar las habilidades emocionales que exige la nueva otredad de las máquinas.
-En pleno apogeo del transhumanismo, ¿no nos queda ya muy lejos el humanismo a secas?
-No se trata de poner puertas al campo del progreso, pero sí de lograr que sea el hombre, y no las máquinas, el que lo controle. El transhumanismo apuesta por la renuncia al cuerpo y a lo analógico para potenciar un mestizaje propio de cyborgs, de criaturas en las que la experiencia no es humana, sino virtual. El humanismo, en cambio, señala a la ética para afianzar una centralidad humana en la evolución de la tecnología.
-¿Vincularía usted el ascenso de los populismos con las relaciones sin cuerpo que han extendido las redes sociales?
-Sí. Hay una estrecha relación entre la irritación de las clases medias que ha originado la automatización tecnológica, con la consiguiente caída de la influencia del trabajo en el PIB, y una sentimentalización cada vez mayor de los procesos que han conducido a la antipolítica sin necesidad del contacto directo con el otro.
-¿Le ha dado tiempo a echar de menos la política?
-No. Me siento profundamente liberado. La política necesita revisar parte de sus claves y sus protagonistas.
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