Rubén Amón | Periodista
"Admito mi propio cuñadismo"
Ignacio Calderón | Profesor de Teoría de la Educación de la Universidad de Málaga
Ignacio Calderón Almendros es hoy por hoy uno de los referentes de la educación inclusiva. Sus investigaciones sobre los procesos de exclusión que se producen en las escuelas, unido a su labor para promover la educación inclusiva junto a las propias comunidades educativas, le avalan, ya no sólo a nivel nacional, sino internacionalmente. Ha escrito numerosos libros sobre dicha temática, además de participar en el documental ‘Querer es crearla’, desde el que aborda toda la problemática actual sobre este asunto.
-¿Se parece en algo la educación inclusiva que existe en los centros educativos a la que usted defiende?
-Eso depende del centro educativo en el que pensemos. Hay escuelas que hacen una preciosa y compleja labor en la que nadie sobra. En otras, por el contrario, impera una cultura que repele a determinados niños y niñas. Y a pesar de lo que muchos piensan, esas son dañinas para toda la infancia. Piensan que solo aprendemos entre personas más o menos homogéneas (misma edad, “nivel”, interés…), pero solo aprendemos de las diferencias. También se obsesionan con la excelencia, el esfuerzo y la productividad, y apagan el deseo de aprender del alumnado. En realidad, son escuelas que oprimen a la infancia y la juventud. En cambio, hay escuelas que buscan el bienestar de estudiantes, familias y docentes, generan altas expectativas de aprendizaje para todo el alumnado, basan la educación en el reconocimiento del valor de las diferencias y se dedican a construir a diario esa sociedad que deseamos, en la que aprendemos a convivir juntos.
-¿Qué se necesitaría cambiar para redirigir el modelo actual? ¿Es simplemente una cuestión económica?
-Toda inversión en educación es poca, y sabemos que está particularmente relacionada con el desempeño de las poblaciones en desventaja. Sin embargo, la inversión sin más no es la solución a los problemas de nuestro sistema educativo. Hay que preguntarse cómo se utilizan los recursos, qué sentido educativo tienen, hacia dónde nos dirigen… Por ejemplo, una buena parte de los recursos actuales de nuestras escuelas están utilizándose para la segregación y la exclusión. Un par de ejemplos: muchos recursos que ahora están en centros especiales o en aulas específicas podrían disfrutarse en las aulas comunes; muchas escuelas siguen seleccionando a su alumnado según su perfil, y nada hace pensar que un aumento de recursos cambie esto por sí mismo.
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Hay realidades en las que falta personal ––lo están denunciando muchas familias ahora en Galicia––, como ocurre en los equipos de orientación en todo el estado. Pero si el modelo de orientación sigue basándose en el diagnóstico y etiquetado del alumnado para ser derivado a modalidades de escolarización excluyentes, una mayor inversión solo mantendrá el sistema con sus errores. De hecho, está aumentando de forma alarmante el número de aulas segregadas en toda España, que es una vulneración de los derechos humanos, y parece que no pasa nada…
-¿Hay demasiadas etiquetas en la educación de hoy en día?
Sabemos el efecto nocivo de las etiquetas desde hace décadas, tanto en la persona señalada por ellas como en los procesos educativos en los que se encuentra, porque se modifican las expectativas. Hay un mandato en el proceso de etiquetado para quien aprende y para quien enseña, que cumplimos inconscientemente. A pesar de esta evidencia científica, seguimos utilizando las etiquetas sistemáticamente. Por ejemplo, muchos recursos están condicionados a un proceso de etiquetado. Es decir, se cataloga al niño o la niña, supuestamente para conseguir un bien, pero en muchos casos lo que se produce es el efecto contrario al deseado.
-¿En qué país se miraría para apostar por un modelo adecuado en España?
-Hay mucho que aprender en escuelas repartidas por todo el planeta. Pero Portugal, por ejemplo, ha sido uno de los sistemas que más ha avanzado en las últimas décadas, y justamente abandonaron la necesidad de etiquetar para educar…
-¿Por qué hay tantas diferencias en el tratamiento de este tema en función de cada centro? ¿Hay predisposición de la propia sociedad o de los propios docentes?
-Nos hemos socializado en una escuela que funciona así, de modo que romper con esa lógica requiere un trabajo complejo: hay que desmontar un edificio de concepciones, prácticas, políticas, tradiciones y emociones que para la mayoría son normales y, por tanto, lógicas. Hay personas y comunidades que consiguen aprender a cuestionarlas y salir de ellas, y hacen la diferencia. Cualquiera lo nota al entrar en esas escuelas.
-¿Falta diálogo en la escuela de hoy?
-Mucho. Sobre la escuela pesa la losa del eficientismo, que dificulta el verdadero trabajo educativo. En la mayoría de las escuelas con las que he colaborado en los últimos años, el profesorado sitúa la falta de tiempo como uno de sus principales problemas. Hay tiempo, pero está condenado a menudo por procesos de instrucción sin sentido, dominados por el ritmo endiablado de los libros de texto. Comenzar a liberarse de ese yugo es algo imprescindible, y generar espacios de diálogo es lo que más valoran los equipos docentes y las comunidades escolares.
-¿Y en las propias familias?
Claro. Las familias no viven en otro mundo. Por otra parte, el profesorado y el alumnado también forman parte de familias. Crear conversaciones dentro de las familias, pero también entre familias, docentes y estudiantes, permite salir del individualismo al que nos aboca esta sociedad de la prisa, y concentrarnos en crear nuevas narrativas colectivas sobre las que construirnos. Nuestra experiencia de años de investigación-acción en un hermoso proyecto denominado “Quererla es Crearla” (porque la educación inclusiva no es algo que caiga del cielo) está llena de familias que profundizan en sus relaciones, mientras desarrollan su activismo por la educación inclusiva. Y en ellas, la emoción que emerge con más fuerza es el orgullo.
-¿Se llega a marginar a determinados colectivos?
-Es evidente que ciertos colectivos sociales acumulan altas tasas de repetición de curso y abandono educativo temprano, y que finalizan su paso por la escuela sin titular. También los hay que, más allá de estas carencias en el aprendizaje, experimentan una importante incomprensión y exclusión en la comunidad escolar, lo que les dificulta vivir relaciones de compañerismo y amistad. Quizá el ejemplo más gráfico sea la segregación escolar, como una forma de arrinconamiento. Todo ese fracaso del sistema lo cargan sobre sus espaldas ciertos colectivos por su clase social, condición de migrante, etnia, capacidades, etc.
-¿Y cuál es la solución?
-Encontrar el tiempo para detenernos y conversar sobre el sentido de lo que hacemos. Acabamos de empezar a trabajar con una red internacional de escuelas que quieren avanzar en sus prácticas para ser más inclusivas. Nos reunimos en un par de semanas en el #WorkshopCataliza, un encuentro participativo internacional en Barcelona (https://tinyurl.com/2xgv8my6). El primer paso van a darlo ahora: toda la comunidad va a hablar entre sí. Y lo van a hacer sistemáticamente, de forma que el contenido de ese diálogo quede registrado para aprender de él y poder avanzar: sus problemas, sus deseos, sus malestares, sus fortalezas. Analizan sus realidades y buscan juntos soluciones a sus problemas. Así ponen en marcha un proceso en el que todos aprenden unos de otros, y el cambio es básicamente aprendizaje. Pero la clave, siempre, está en el proceso de diálogo puesto en marcha, en el que las voces silenciadas comienzan a ser escuchadas y tenidas en cuenta. Dejan de estar arrinconadas, se sienten reconocidas, y el profesorado disfruta y aprende de lo que ve y oye. Y en todos ellos, de nuevo, emerge el orgullo.
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