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"El conocimiento genera la aplicación"

Sabrina Rivero | Bióloga

Sabrina Rivero, bióloga. / Juan Carlos Muñoz

Una charla con Sabrina Rivero Canalejo (Cádiz, 1981) da para hablar de genética, que es su especialidad, pero también para evocar a pensadores como Ortega o Cajal. Esta profesora e investigadora del área de Biología Celular en el departamento de Citología e Histología Normal y Patológica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Sevilla, así como del Centro Andaluz de Biología Molecular y Medicina Regenerativa, es una humanista, una polifacética en el saber, que reflexiona sobre los hallazgos y los dilemas surgidos durante la pandemia y que no halla contradicción entre la ciencia básica y la aplicada.

–Evocando a Ortega, ¿yo soy mis genes y mi circunstancia?

–Totalmente.

–¿Entonces el ambiente, lo que nos rodea, puede modificar qué hacen nuestras células con la información genética que portan?

–Sí. La circunstancia regula cómo se expresa la información genética, determinando que en un instante dado algunos genes estén encendidos y otros apagados.

–¿Qué factores del entorno hacen que se exprese una u otra información del ADN heredado de los padres?

–La nutrición y los agentes químicos influyen. Parece que también el cuidado que recibe un niño de chico. Es el paisaje que puede encender y apagar genes. Luego, que un gen se exprese, que esté encendido, hace que una proteína esté presente o no. Y las proteínas son las que hacen las cosas en las células, los actores del organismo, los que llevan a cabo las funciones.

–Luego está toda esa chatarra genética, ese ADN que nadie sabe para qué sirve.

–Hay un 75% de información genética sin una función conocida. Hasta hace poco se llamaba el ADN basura. Ahora, sin embargo, se sabe al menos que tiene una función esencial en la expresión de los genes.

–La basura resulta ser ahora importantísima.

–Parece que son los pilares del edificio, regiones esenciales en la regulación de la expresión genética. Ahora bien, puede ser que en esas regiones aún desconocidas de ADN haya sorpresas.

–¿Como qué?

–Que haya nuevos genes implicados en enfermedades. Cualquier mutación en un gen que codifique una proteína puede generar una enfermedad. Eso todavía está por descubrir.

–¿Es basura todo lo que no se tiene un provecho?

–El nombre viene de ahí, de la incapacidad para conocer qué función desempeña, de la idea de que no tiene una aplicación. Eso, por cierto, es un error que la ciencia debe evitar.

–¿A qué se refiere?

–No debería ser necesario demostrar que lo que uno investiga tiene una aplicación inmediata. Es uno de los principales obstáculos para conseguir financiación en la ciencia. El conocimiento genera la aplicación. No tendríamos que justificar que vamos a estudiar esto o aquello porque vaya a curar tal o cual enfermedad.

–¿El siglo XXI seguirá marcado por el átomo, los bytes y el gen?

–Cobrará más importancia el gen. Sobre todo ahora, con la capacidad que tenemos para editar el ADN, para reescribirlo. Está el caso del investigador chino que editó embriones humanos hace unos años. Lo que es posible se está haciendo y se va a hacer. Esto va a llevar a una reflexión sobre lo que debe hacerse y no, pero ahí tendrán que intervenir no sólo científicos sino juristas o filósofos. La tecnología va más rápido que la reflexión ética.

–Los avances científicos son debatidos en los comités de bioética; los avances tecnológicos, en cambio, son vigilados a posteriori por los cuerpos de ciberseguridad o bioseguridad. ¿Deberían debatirse antes?

–Frenar los avances tecnológicos es poco razonable, además me parece imposible. La edición genética, por ejemplo, tiene una utilidad obvia. Lo estamos viendo con la curación de enfermedades. El problema, como siempre, viene del mal uso.

–¿Tienen la sensación un investigador en genética de ser una especie de doctor Frankenstein?

–Lo que hizo este investigador chino ha sido principalmente en gloria suya, por tener un sitio en la historia. Yo como investigadora me considero una observadora. Aunque es muy beneficioso poder trabajar con células de pacientes.

–Vaya responsabilidad.

–En parte, si se me permite, es un juego. Es verdad que esa sensación la tenemos la mayoría de los científicos, pero lo que hay sobre todo es curiosidad por la naturaleza. Con el microscopio, el mundo se ve más grande.

–Ha habido un cierto debate ético estos meses con las vacunas de ARNm.

–Y en realidad lo que se ha hecho para hacer estas vacunas es lo que lleva haciéndose mucho tiempo en los laboratorios. La técnica es conocida. En la rapidez de su creación ha tenido más que ver la reducción de la burocracia que lo puramente científico. Pensar que la vacuna se ha hecho en poco tiempo es un error. Ha sido el resultado del conocimiento y del trabajo de mucha gente y de muchos años.

–Leer sobre epigenética, su especialidad, recuerda a los libros de bachillerato de los años 90, que planteaban a Lamarck y a Darwin como antagonistas en las teorías de la evolución.

–Puede decirse que Lamarck tenía parte de razón, pues nuestras células son capaces de adaptarse y de responder al ambiente. Pero esa adaptación se queda ahí y no se transmite generación tras generación.

–Bien por Darwin, ¿no?

–Porque el motor de la evolución es la mutación azarosa. Durante millones de años, algunas mutaciones no han tenido relevancia y otras han conferido una ventaja y permitido que los individuos con ellas tengan ventajas en términos reproductivos en relación al resto. Si tienes una mutación que permite más descendencia, esa variante genética será la que tenga éxito. Es la selección natural de Darwin.

–¿Y dónde queda Lamarck?

–Lamarck estaba hablando de epigenética realmente. Y tenía parte de razón. En efecto, nuestras células tienen la capacidad de adaptarse y responder al entorno con cambios en la expresión de sus genes, es lo que permite, por ejemplo, el aprendizaje o la memoria, pero estos cambios no se transmiten a la descendencia.

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