"Mi trabajo es que me den lo que ni saben que tienen"

Emilio Belmonte | Cineasta

El cineasta y escritor almeriense Emilio Belmonte. / Lourdes De Vicente
Tamara García

04 de mayo 2022 - 06:00

Emilio Belmonte (Almería, 1974) marchó con una beca Erasmus a Francia y ya no volvió aunque, dice, “nunca” se fue de Andalucía. En el país vecino se hizo cineasta y desde allí armó su proyecto (y su productora Rétroviseur) de hacer una trilogía documental flamenca, La piedra y el centro, que comenzó con Impulso, centrado en la bailaora Rocío Molina, y que continúa con el estreno de Trance, con Jorge Pardo como protagonista y un equipo “muy almeriense” donde destaca el coproductor Javier Gómez, almeriense en Italia, y la distribuidora Begin Again. "Nada de esto hubiera sido posible sin todo esto esfuerzo colectivo. Aunque yo soy la cara visible, tengo a un equipo formidable que ha soñado conmigo este proyecto y que lo ha hecho posible", dice sobre una trilogía que, tras la danza y la música, cerrará el cante con una película sobre Tomás Perrate que está en proceso de guion.

–¿Qué pasión fue la primera, el cine o el flamenco?

–El flamenco, claro, porque lo escucho en casa. Crezco en Almería, en una casa donde gustaba el flamenco, que forma parte de mi identidad, de la memoria de mi tierra y de mi memoria.

–Alguna secuencia de esos primeros recuerdos

–En el coche de mi padre escuchando una cinta de Sabicas; en los festivales de la Alcazaba; en la peña El Taranto con mi padrino... Yo con unos siete u ocho años.

–¿Y de cine?

–Con esa edad, más o menos, viendo la serie de terror de Chicho Ibáñez Serrador; tardes en el Cine Cervantes y en La Terraza San Miguel, el maravilloso cine de verano. Pero realmente descubro el cine ya de autor cuando me fui a estudiar a Valencia, con 17 o 18 años, en el cine Albatros, con el ciclo de versión original.

–¿Le costó poner en pie la unión de ambas pasiones?

–Sí costó. A muchos niveles, mentalmente, también. Yo quería hacer algo sobre el flamenco, sentía que podía hacer algo pero no lo veía claro estando en Francia. Pero cuando tuve la oportunidad de conocer a Rocío Molina, que estaba preparando un proyecto para el Théâtre National de Chaillot, vi la posibilidad real. Además, estaba en un momento de mi vida en el que me hacía preguntas sobre mi propia identidad, sobre mi memoria porque, al fin y al cabo, tanto Impulso, el documental que salió de ese encuentro con Rocío, como Trance, hablan de mi vida.

–‘Trance’... ¿Por qué Jorge Pardo?

–Porque tengo recuerdos muy potentes a los 18 años en un chiringuito de Mojácar de aquel hombre en chancletas, con esos anillos de oro y tocando el saxofón por bulerías. Mítico. Después, mi buen amigo Rubén Gutiérrez nos presenta sabiendo que el camino que empecé con Impulso era el de una trilogía. Y nos tiramos a la piscina, sin saber la profundidad que había.

–¿Le dio pronto el sí quiero?

–Pues es que aquella comida con calamar de potera de por medio fue épica y definitiva. Creo que Jorge entendió que yo no iba a traicionar al flamenco. Él había visto Impulso y me dijo que le había encantado, además, llegaba en un buen momento de su vida, yo también estaba en el momento, había acabado de poner en pie la productora con mi socio y ya estábamos rodando en Madrid, en Granada, en Córdoba... Ya sabes, tienen que cruzarse muchas cosas para que la magia opere. Era el momento para los dos.

–‘Trance’ no es una biografía, ni un documental de entrevistas. ¿Qué es?

–Es una descarga musical. Es el retrato de un hombre, de un músico. Es una radiografía de la música flamenca en nuestra época. Sucede aquí y ahora, en un momento preciso, pero con vocación de intemporalidad. No es una biografía porque no sé hacer una. No es una película de entrevistas porque tampoco sé hacerlas. Trance es, sobre todo, una declaración de amor a la música.

–Para hacer algo así supongo que tienes que tener enfrente a un personaje que te abra todas sus puertas

–Me gusta que hayas dicho personaje porque para mí es lo que son cuando me enfrento a una película. Rocío y Jorge en mi oficio no son músicos, son personajes. Y, respondiéndote, efectivamente tiene que haber química entre nosotros, una confianza enorme, para que ocurra algo. Cuando tú pones la cámara, la gente te da lo que quiere darte y mi trabajo sin embargo es que te den algo que ni siquiera imaginan que tienen. Creo que, al final, esa es la base del trabajo documental.

–Desde aquí, solemos mirar con cierta envidia el apoyo institucional que recibe el cines francés. ¿Es tal esa protección?

–Sí, y no sólo el cine. Es indiscutible que Francia tiene una industria cultural muy fuerte que emplea a cientos de miles de personas y que llega a ser rentable aunque ese no sea su principal objetivo. La industria cultural tiene el apoyo de las instituciones pero es porque existe un pacto social de que la cultura es importante y los ciudadanos son conscientes de que ese dinero que se le atribuye está destinado a la creación. Ellos tienen muchas cosas que envidiarnos a nosotros, porque España es un país maravilloso, pero es cierto que a nivel cultural no cuidamos nuestro patrimonio como deberíamos y es una pena porque en la cultura está nuestra memoria, nuestra identidad.

–Y más si hablamos de flamenco. En España ha costado que tenga esa consideración...

–Es que en España todavía se considera al flamenco una música popular, ojo, con todo lo que eso tiene de positivo, pero en el extranjero es desde hace mucho tiempo considerado una música culta y una manifestación artística muy potente y de transmisión muy inmediata. El flamenco ese puñado de nieve en el rostro que diría César Vallejo. Estamos viviendo una nueva edad de oro de la música flamenca y, por supuesto, sus artistas merecen más apoyo pues en muchos casos sólo reciben migajas y es hora de sentarlos a la mesa. Ellos llevan también las palabras de la tribu y sin memoria no somos nada.

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