"He llegado a apagar las luces del Prado"
Carlos del Amor | Periodista
Carlos de Amor (Murcia, 1974) es uno de los rostros más conocidos de Televisión Española en su sección de Cultura. La matemática del espejo ha sido su último trabajo en la pantalla, un programa de 20 entrevistas en el que ha procurado "retratar a un invitado, buscar aristas por las que colarme para sacar a la luz el auténtico personaje que se esconde detrás". Confiesa que su vida es lo que pasa entre festival y festival de cine. Ahora publica Retratarte. Cuando cada mirada es una historia (Espasa), un libro en el que repasa 35 obras (36 retratos, ya que uno es el Díptico del duque de Urbino).
–¿Qué le lleva al mundo literario?
–Las ganas de seguir contando cosas, las ganas de ensanchar el minuto y medio del Telediario.
–¿Hay algún punto de necesidad de demostrar algo?
–No, no. No hay ningún punto de demostrar nada. Llevo 25 años haciendo tele y lo que tenía que demostrar ya lo he hecho. Al que le guste, bien; y a quien no le guste, pues no le gusto.
–No se puede contentar a todos.
–Cuando yo empezaba, Javier Bardem me dijo en una entrevista: "Yo aprendí que es imposible gustar a todo el mundo y como lo intentes, terminas traicionándote a ti mismo".
–Buen consejo.
–No quiero ser lo que la gente quiera que sea. Hago mi trabajo de la forma más honesta y con la mayor de las ilusiones. Me considero un privilegiado por ejercer el periodismo en una televisión pública, lo que también lleva una responsabilidad.
–García decía aquello de que "el elogio debilita".
–Sí, porque tampoco me dejo llevar por el piropo excesivo: "Me ha cambiado la vida una crónica tuya". No hay que dejarse llevar por el elogio. La crítica, si es constructiva, bienvenida sea, porque aprendes. El elogio te agrada durante un segundo, pero hay que olvidarlo rápido. El periodista no debe vivir en el elogio.
–¿El cine ha educado su mirada?
–Mucho. Al final, escribimos y miramos como somos y con lo que hacemos día a día. La segunda ciudad donde más he vivido es en Cannes, por el festival de cine. Paso 14 o 15 días allí todos los años viendo películas que se estrenarán a los dos o tres años en España, si es que se estrenan. En San Sebastián paso otros 10, en Venecia paso otros tantos...
–Su vida es un festival...
–Claro, pero un festival es de todo menos glamuroso para un periodista. En la alfombra roja de Cannes te exigen esmoquin y tus amigos te dicen: "Jo, qué vividor, de esmoquin y en una alfombra roja...". Pues no. Porque ese esmoquin está puesto encima de un cuerpo sudado que ha ido corriendo con la lengua fuera, ayudando al cámara a cargar y sorteando a tres de seguridad que no te dejaban pasar porque la pajarita no es negra exactamente...
–¿Ha calculado las horas que ha pasado en los museos?
–No, pero son muchas. Cuando me ven por el museo del Prado me dicen: "¿Qué te falta por ver?". Se lo toman como un reto a veces. Lo más fue cuando llegué a apagar las luces del Prado. Me dejaron. El Prado forma parte de mi día a día.
–¿Cuándo se ha sorprendido más en un museo?
–La vez que más me he sorprendido en mi vida fue en la pandemia. Entré en el Prado cuando estábamos confinados. La iluminación no estaba dada. Y entrar en la sala de las pinturas negras de Goya sin iluminar, adivinar las criaturas que emergen de esos cuadros y pensar que así las vería Goya me emocionó mucho. También pasear por la galería y ver Las meninas con la luz natural fue muy emotivo.
–¿Le llamó?
–Me impresionó.
–¿Los cuadros nos hablan?
–Totalmente. Los cuadros te hablan. Invito a que todo el mundo se siente delante de un cuadro y se ponga a escucharlo, porque le contará muchísimas cosas. Te sientas delante de un cuadro y empiezas a imaginar qué pasa ahí. El cuadro te dará respuestas. Animo a que se haga, no te van a decir nada en el museo.
–¿Le ha pasado alguna vez que se ha visto hablando en voz alta con un cuadro?
–Sí, sí. Muchas veces cuando voy a hacer reportajes me sorprendo hablando con esa mujer solitaria del cuadro de Hopper o con la infanta Margarita o con el fusilado de Goya...
–¿Y nadie le dice nada?
–No, a mí me dan por perdido. Dirán: "¿A ver qué hace? Mientras no toque...". Tocar es lo que me falta, pero hay un respeto máximo a eso.
–¿Lanzaría tomate a un cuadro por muy justificada que sea una causa?
–Nunca. La causa es noble y creo que la compartimos todos, pero los medios no son los adecuados. Genera falta de empatía. Hay que tener cuidado y calibrar la protesta. No creo que el arte, que es disfrute y patrimonio de todos, tenga culpa de nada.
–¿El autorretrato es una forma de diagnosticarse?
–Sí. Un autorretrato en serio, no autocomplaciente, supone tener la valentía de ponerte delante del espejo y descubrir que no eres tú. O descubrir cosas que no quieres que sean descubiertas. Ser capaz de salir de ti mismo para mirarte desde fuera me parece complicadísimo. Es el terapeuta elevado a la máxima potencia. Ser honesto con el resultado y exorcizar los fantasmas que puedes llevar dentro me parece muy complicado. No es hacerse un selfie.
–¿Se ve el arte como élite?
–No debería. El arte es, ante todo, disfrute. El arte hay que disfrutarlo y, luego, cuando lo has disfrutado, entenderlo si te apetece. Pero no tienes por qué ser un erudito historiador para disfrutar de una obra.
–¿Qué nos perdemos si vamos a un museo sólo mirando la cámara del móvil?
–Nos perdemos ser naturales. Nos perdemos la magia que da ver la pintura al natural. Eso no lo puede igualar ninguna pantalla. Tenemos que levantar la cabeza, y yo el primero, de la pantalla porque la vida está fuera. Lo conveniente es ver la vida a través de los ojos y no a través de una lente del móvil. Pero no pasa nada por hacernos una foto delante de nuestro cuadro favorito.
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