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El Rocío 2018 | Paso de las hermandades por el Vado del Quema
¡SILENCIO! Con este mandato concluía La casa de Bernarda Alba, una de las obras teatrales más importantes del drama español. Todo se sume en un mar de luto y mutismo. En el paso muerto de las horas. De los minutos inertes. La vida como anticipo del final. La angustia lorquiana. El Quema también fenece cuando las aguas del Guadiamar quedan quietas. Cuando la corriente ensordece. Cuando el silencio vuelve a reinar por este vado que le robó el nombre al río. Todo es soledad. Todo es silencio.
Pero hay otro silencio. Otro mutismo más preciado. El que se hace en medio del bullicio. En el revuelo de volantes arrastrados por la corriente. En la organizada mezcolanza de romeros y caballistas que no dejan resquicio alguno para que el sol pose sus brillos sobre el agua. Es el silencio de Sevilla. El que trae ecos sonoros de tardes de Maestranza. El que se reviste de solemnidad. El que calla porque no hay nada más bello que decir. Ese silencio es marca de la casa e hijo del tiempo. Del momento justo que se produce cada viernes del Rocío cuando hasta la finca del Quema llegan los peregrinos de cordón verde y blanco. Los que traen sus alegres sevillanas desde Cuatrovitas. Los que amadrinan este año a El Viso del Alcor, filial 121.
Aquí poco importan los números. Ni la edad. La elegancia es algo innato. Se tiene o no. Y con Sevilla se anda sobrado de una cualidad que, como el lince ibérico que campa por estas tierras, se encuentra en peligro de extinción. La hermandad del Salvador trae a su ahijada al vado más cantado. El que muchos confunden con el afluente. El de las coplas. El que resucita cada mayo. Lo hace a una hora más temprana que otros años. Poco después de la una de la tarde ya está la carreta de plata frente al templete de la Virgen del Rocío. Minutos antes había abandonado las aguas del Guadiamar Sevilla-Sur. Previamente lo hicieron Osuna y Puente Genil. Y por la mañana temprano, sin el sol aún en lo alto, Triana cruzó el río que sirve de frontera entre el Aljarafe y la Marisma.
Un fuerte chaparrón había asentado la tierra. Alivio para los alérgicos. Huele a hierba fresca. Numeroso público se congrega en las márgenes del Guadiamar. Reuniones, en su mayoría, familiares. Con atuendos romeros y utensilios playeros: mesas de camping, butacas de rayas y neveras. El botellín, el filete empanado y la tortilla de patatas pespuntean las pronunciadas laderas en las que mantener la verticalidad se convierte en un difícil alarde de acrobacia. Ante tal riesgo, siempre resulta más oportuno y prudente tomar asiento sobre la tierra. No sin antes cerciorarse de que el vestido tiene el largo suficiente para no enseñar aquellas prendas pensadas para ser contempladas en ámbitos mucho más íntimos.
El Rocío devuelve al hombre -y a la mujer- a la naturaleza. Tras días de camino, se convive con total confianza en mitad de un entorno libre de cualquier comodidad. La tierra, el matorral, los olivos y los pinares son testigos de este regreso al seno de la creación. De la vuelta al origen. Tal es la simbiosis con el medio natural (definición polícitamente correcta donde las haya) que poco importa que las heces equinas se cuelen entre las piernas cuando las turbias aguas del Guadiamar las arrastran, amenazantes, hacia los romeros. "¡Esto es lo que peor llevo de este momento!", confiesa Aurelia Márquez, una peregina de Sevilla que se recoge los volantes de la bata cuando ve cómo las ocres boñigas se dirigen hacia ella sin posibilidad de escapatoria alguna.
A esa hora en la que esta rociera se adentra en el vado de Quema la segunda corporación rociera más antigua de la capital está a punto de protagonizar uno de los momentos más auténticos de la fiesta. Esos instantes que colmatan el alma un año entero. Es ahí, sobre un lecho de piedras que dificultan el andar, donde se hace el mejor silencio. La calma en medio de una tempestad de vítores y sombreros al aire.
Viene Sevilla con El Viso. Se sumerge en el cauce del río con sus alegres cánticos. Con sus acordes de guitarras y pantalones remangados por encima de la rodilla. Con romeros de cubana y pañuelo anudado al cuello. Con todo tipo de calzado -habido y por haber- para no dañarse los pinreles en esta incursión acuática.
El caudal está un poco más alto que otras primaveras. Sobrepasa las pantorillas y amenaza con mojar el muslo. El agua queda estancada, atrapada, entre tanta pierna y tanta pata. Palmas al compás. Las carretas de los simpecados se detienen. Las gargantas callan. Enmudecen las guitarras. La naturaleza toma la palabra. Habla. Sólo se escucha el leve trinar de los pájaros y el tenue bamboleo de las ramas. Un mutismo que dura cinco segundos. Lo suficiente para alcanzar la eternidad. Es el silencio de las cosas importantes. De las verdades que se gritan por dentro: Sevilla está en el Quema. Tiempo, detente.
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