Prohibida la falda corta
La ojiva estrecha, muy estrecha... Y la falda corta
Los ex hermanos mayores y la máquina del fango
El Papa se carga el cigarrito de las homilías
Cáspita, qué viaje al pasado al transitar por la calle San Esteban, tras dejar la incómoda estrechez de la calle Águilas (¡qué suplicio!) y leer el cartel que los curas han colocado en el acceso de la iglesia de la hermosa ojiva. No se puede entrar con la falda corta, en pantalón corto ni en tirantas. Porque el templo es un lugar sagrado. ¡Y tanto! ¿Y la Catedral no lo es? Porque uno se pone en el lugar por el que entran los grupos concertados de turistas, o incluso por el previsto para los que compran la entrada en el momento, y aquello no es precisamente la pasarela de Dior. Si impedimos la entrada de tíos en camiseta de tiranta y de señoras en falda corta en el templo metropolitano, no podemos costear las obras de restauración que necesita la Catedral, ni pagar los sueldos de sus empleados, ni derivar fondos a los templos de los barrios, ni colaborar en el sostenimiento de la Archidiócesis. Claro que los visitantes de la Catedral pasan por taquilla... Y entonces podemos y debemos hacer la vista gorda. El que paga, manda. Poderoso caballero. Cabría preguntarle a los curas de San Esteban cuánto debe medir la falda. ¿Acaso quieren que las señoras luzcan esas faldas hasta los tobillos de personajes escapados del rodaje de Las chicas del cable o de Amar en tiempos de guerra? ¿Nadie se ha parado a analizar lo absurdo de un cartel que jamás hubiera colocado un pedazo de cura como don José Robles, que en gloria esté? ¿Pero no hay una cabeza cuerda que haya salido a la calle a comprobar cómo está el panorama en la Sevilla de 2024? Más valdría tener un discurso único en estos asuntos para toda la Archidiócesis. Y en el caso de San Esteban es mejor colocar un cartel informando de la preciosa historia por la que existe un Cristo que siempre está a la vera de una ventana, al que se puede rezar a deshoras, que siempre recibe con su rostro tierno, sus piernas de niño magulladas por una tarde de travesuras y la clámide que arropa su maltrecho cuerpo y que deja ver al mismo tiempo la perfección del barro modelado.
Por supuesto que se debe entrar en un templo con la indumentaria correcta. Y con el corazón y la mirada limpios. Y los curas deben saber un mínimo de Latín y no tararear el Tantum Ergo. Si nos ponemos ortodoxos hasta límites absurdos tenemos que cerrar el kiosco. Más vale que se cuide, por ejemplo, el silencio en las iglesias para que los teléfonos móviles estén apagados, se pronuncien homilías con dos o tres mensajes claros que no duren más de los ocho minutos que con toda razón recomienda el Papa, y que se facilite el encargo de misas y la impartición de los sacramentos. No estamos en la Sevilla del cardenal Segura, cuando molestaban los abanicos en las tardes de novena de la Virgen de los Reyes o cuando estaban muy mal mirados los bailes. Estamos en la Sevilla de un centro invadido por turistas que priman el confort en el vestir, estamos en la sociedad del feismo, de la pos-pandemia que enaltece el uso del chándal, de los trajes de chaqueta desestructurados con calzado deportivo y en el uso masivo de la chancla. Si cuesta un mundo que un cuerpo de nazarenos vaya vestido reglamentariamente, ¿qué hacemos con los turistas de los que comemos? A lo mejor sería más útil que los ortodoxos de aquí tengan claro qué es un templo, una cofradía o un culto. Porque no hay mejor enseñanza que dar ejemplo. Lo que no debemos nunca es hacer el ridículo.
El Cabildo es el primero que deja entrar en tirantas a los visitantes... previo pago en taquilla. Permite recorrer el templo metropolitano en bermudas y chanclas... previo pago en taquilla. Y por supuesto cada día entran decenas de visitantes en falda corta... previo pago en taquilla. ¿O ponemos un guardia suizo a medir la longitud de la falda y a evaluar las pelambreras de la axilas? ¿Pero eso no era cosa del Palmar de Troya? Ay, ay, ay, que tenemos la ojiva estrecha, muy estrecha, para impedir las faldas cortas. Y qué lenguas más largas, que diría Sabina. El día que pidamos a los curas que reciten la preciosa Salve en latín... A ver si con los que se la saben de verdad se puede llenar un Cabify.
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