El Fiscal
La hermosa lección de un centenario
Se ha ido de madrugada, a la hora en que la Concepción busca la posada de San Antonio Abad y el Señor dibuja lienzos con su andar por la Plaza del Museo. José Ignacio Jiménez Esquivias se ha muerto un viernes de cuaresma. Estaba preparando la Semana Santa porque tramitaba ya el pase para acceder con la moto al centro y buscar los rincones que le permitieran ver sus cofradías del alma. Con su muerte se pierde el estilo de cofrade clásico y elegante. Fue un caballero de San Lorenzo con más de 60 años de antigüedad como hermano del Gran Poder. José Ignacio era ese señor que se veía venir a lo lejos fumando puritos minimalistas y uno intuía que se aproximaba alguien que atesoraba lo que antiguamente se conocía como clase.
Ojos claros, traje cruzado o sin cruzar según la conveniencia del acto en función de un estilo británico en desuso, pelo perfectamente alisado, ni una voz más alta que otra y siempre, siempre, palabras agradables para el interlocutor basadas en un modelo de educación antigua y sincera que jamás debía confundirse con hipocresía. A este veterano amante de su ciudad, que era árbitro de una elegancia personal que iba muchísimo más allá de los nudos gordos de corbata, le gustaba tela una buena cofradía, sobre todo si iba de recogida a su templo y había que acompañarla con ese saber estar que ya no se enseña en ninguna escuela.
Iba usted de nazareno en Los Estudiantes y oteaba un año sí y el otro también su silueta en el horizonte de Gamazo. Todo el mundo se metía entre las filas aprovechando la cera baja, mientras que este Jiménez Esquivias era el único que cogía el camino difícil al avanzar entre los nazarenos y el público a la búsqueda de la Buena Muerte allí donde Arfe se echa a morir en Castelar. Lo despedía usted otro día en la calle Tetuán y se le acercaba una señora conocida de su familia, antigua vecina de San Lorenzo y le soltaba: "Niño, ese señor que estaba hablando contigo era el tío más guapo que yo he conocido en mi vida". Debería haber un horno que forjara señores como José Ignacio para repartir la producción entre esas hermandades cerradas donde se echa a los nuevos a golpe de palermo de caras estreñidas o a base de comentarios malajes.
Ponga un José Ignacio en su hermandad y se le llenará la casa. Este Jiménez Esquivias era lo que se conocía como un pata negra de las cofradías por las mil y una vivencias de las que había sido testigo directo. De todo podría tener como cualquier hijo de vecino, pero no tenía ni un pelo de ladrón de oído. Lo mejor que podía pasarle a usted era encontrárselo una noche en cualquier taberna tranquila y disfrutar de esa narrativa sobre las Semanas Santas del NO&DO, la Transición o la Democracia, sobre el cálculo de cuantas Semanas Santas llueve por cada década o sobre cómo eran las pláticas de Bueno Monreal en las epifanías del Señor o las del cardenal Amigo en aquel mítico 92 en que se anunció las cinco tardes de quinario y la función de abono.
Hasta recibía usted una lección en directo, con gracia pero sin sorna, sobre cómo gesticulaban aquellos cardenales en sus sermones. Rara avis del mundo de las hermandades por esa elegancia de la que hacía gala al estilo y porte de Tyrone Power, se lo encontraba uno en el Puente de San Bernardo a pleno sol un mediodía de Miércoles Santo a la búsqueda del sabor antiguo de la cofradía del arrabal, con enlutada corbata a la salida de la Carretería, en una procesión de impedidos con menos de un cuarto de entrada una mañana de junio o compartiendo tertulia en la barra del Sardinero la tarde del 6 de enero.
Visto así, sentado en uno de los sillones principales de la basílica, tenía mucho de senador romano. En un mundo tan sofisticado y tantas veces arrogante como puede ser el de las hermandades, oír los relatos de voz inconfundiblemente profunda sobre aquellas Semanas Santas más pobres pero naturales, menos organizadas pero más espontáneas, y que comenzaban a conocer el fenómeno de la bulla, era todo un soplo de aire fresco.
Jiménez Esquivias siempre recordaba a ese nazareno educado de la puerta de la calle Pescadores que a pesar de las miles de papeletas de sitio repartidas y de las prisas logísticas de la noche tenía un "Buenas noches, hermano" para cada penitente que accedía al interior del templo. Evocaba a esos cofrades viejos que te hablaban de la Virgen como Ella , como si de una persona fuera a la que le cambia el humor según el día y el semblante según las circunstancias. Cuántas veces le oímos una frase de amor: "Mi queridísima Virgen del Mayor Dolor y Traspaso".
El Baratillo era su hermandad del alma, donde tenía la mayor antigüedad de todas las que pertenecía. Tenía detalles singulares como sus tarjetas de visita: "Patero del Cristo de la Buena Muerte". O aquellas de sus años de diputado de Obras Asistenciales como presidente de la Bolsa de Caridad del Señor.
Siendo niño, el profesor preguntó a todos sus discípulos por la hermandad de cada uno. Cuando llegó el turno de José Ignacio, el maestro se adelantó a la respuesta: "Esquivias, tú serás del Gran Poder, ¿verdad?". Y el niño Esquivias se levantó "como era preceptivo" y contestó de forma tímida y afirmativamente. Lo mejor de la historia es que aquel niño de ojos claros no era todavía hermano de su cofradía del alma, a pesar de su apellido, por lo que regresó a casa, contó lo sucedido y su padre lo inscribió inmediatamente aquel año de 1959. Nunca una mentira piadosa tuvo consecuencias más hermosas.
Capillita en el mejor sentido (que fue el que Luis Rodríguez-Caso reivindicó en su Pregón), su estilo personal, su modo de vivir las cofradías y una educación desgraciadamente cada vez más infrecuente lo convirtieron en un fin de raza en el contexto de una Semana Santa decadente. Hoy lo vemos con el traje impecable camino de la basílica, lo vemos pararse en la plaza para charlar con Ignacio Montoto, Fernando Casas, José Luis Trujillo... Te cuenta su ilusión por cumplir tantas bodas de oro en sus hermandades. Entra con natural cadencia en la basílica y lo vemos rezar ante el Señor como el niño que fue. El de la hermosa mentirijilla. Brille para José Ignacio la luz perpetua de la Plaza de San Lorenzo.
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