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La cuaresma y la Semana Santa están cargadas de detalles que la hacen única y la alejan de visiones marcadas por la crispación

Dos nazarenos de Los Estudiantes / Antonio Pizarro

Sevilla/Me gusta saber que el miércoles comienza el rito con la ceniza y los latines, la misa a la que hay que escaparse, la jornada en la que más sevillanos acuden a la eucaristía sin que sea precepto. Me gusta revisar las túnicas, comprobar que el esparto está en regla y que el capirote no se reblandeció con las calores, no se mochó la punta y los trastos del altillo no acabaron aplastando el cartón. Me gusta saber que las túnicas de los monaguillos están perfectas, las esclavinas sirven otro año más y los roquetes quizás sea mejor hacerlos nuevo.

Me gusta llamarte para que me saques la papeleta de sitio otro año más, que los horarios de la casa de hermandad nunca casan bien con los de un periódico y, además, así tenemos un pretexto para vernos. Me gusta abrir el buzón, recoger las cartas y leer en una hoja informativa las fechas de los cultos, el nombre del predicador y el aviso del almuerzo de hermandad. Me gusta disfrutar con esa chicotá corta del periodismo de opinión que es La ventana de Peris cuando dice con la sencillez de siempre lo que todos sabemos pero esperamos cada año a que escriba. Me gusta toparme con el revuelo de hombres con la ropa bajo el brazo en torno a una parihuela y preguntar de qué cofradías es el ensayo.

Me gusta ver cómo se desprende poco a poco el papel de una convocatoria de cultos y a la mañana siguiente hay otra nueva pegada encima. Me gustan las reuniones de obligada asistencia porque así participas después en el encuentro fraternal en la verdadera casa de hermandad, que nunca está en las redes sociales sino en el calor de una sala donde primero se ha trabajado para planificar la cofradía y después se habla con distensión de Semana Santa. Me gusta leer a José Luis Trujillo anunciando que huele a producto de limpiar plata en una priostía, que la Virgen del Dulce Nombre llevará la saya rosa de Ángel Casal y que el casinillo del Gran Poder hierve los viernes, cuando se cierran las puertas de la basílica y Enrique Henares es el último devoto que trae plegarias a deshoras.

Me gusta recordar los años de Bachillerato y de Universidad, cuando el repaso final a los exámenes siempre llevaba la banda sonora de El Llamador de Canal Sur Radio. Me gusta cruzarme con la pregonera Charo Padilla, puro nervio, ilusión auténtica, alegría que contagia. Me gusta preguntar cuántos monaguillos saldrán en Los Estudiantes, de dónde vendrá el azahar de la Concepción, cuántos armaos saldrán por primera vez, qué antigüedad tienen los últimos cirios verdes de la Virgen de la Esperanza, el precio de las torrijas, dónde se venden los mejores pestiños, qué niño pedirá la venia de la Borriquita, qué túnica lucirá el Señor de las Tres Caídas...

Me gusta ir con las prisas cotidianas, siempre a paso de mudá, y sentir el freno del perfume del azahar. Me gusta la cola de espera para recoger los abonos de las sillas, el malaje de esa dependienta del comercio de túnicas y todos los complementos para el nazareno, la sequedad y eficacia del camarero de siempre tras los cabildos, el encargo de las agujas de ternera, el pedido del pescao frito y que, al final, siempre sobren los rábanos.

Me gusta salir de Sevilla en cuaresma para disfrutar del retorno. Me gusta la incomodidad de los primeros días del corte al tráfico de la Avenida, cuando el tranvía se queda en el Archivo hasta después de Semana Santa. Me gustan las prisas que te meten para que pidas ya las credenciales del Pregón y las de la carrera oficial. Me gustan esos detalles que hacen distintas todas las cuaresma y las Semana Santas: el pañuelo de la Virgen, el crespón de luto, las flores venidas de lejos, el invitado especial de la cofradía en agradecimiento por una atención, el concierto de las vísperas, la entrega de las varitas y la cera para los niños, la miniatura que se estrena en la orfebrería en los respiraderos, el encuentro anual de los diputados de tramo... Me gustan, cómo no, la acidez y el colmillito, el sentido del humor y la vivencia auténtica, el paseo en solitario y la tertulia animada.

Me gusta intuir los primeros nazarenos azules en el albero del coso Baratillo. Me gusta oír al cofrade viejo que explica las diferencias entre los distintos tipos de cinturones de esparto, que no es lo mismo el trenzado que el de cuerdas lisas que nunca se cruzan. Me gusta cuando se rizan las palmas y a la ennegrecida del balcón le va llegando la hora de su particular descendimiento. Me gusta cuando Mariví convoca a los carráncanos para el Domingo de Ramos, cuando el amigo de siempre te invita a su balcón y le dices de nuevo que no, que prefieres la bulla, que ya nos veremos en la Feria. Me gusta soñar con la visita a San Juan de la Palma, donde Alejandro vibra con la igualá, el cura Peinado te saluda con entusiasmo y el Niño Jesús es el primer nazareno de elegante cola blanca. Me gusta el discreto nazareno de la Carretería que porta la bocina y que me obsequia con la amistad de su mirada, me gusta cómo vive José María el Lunes Santo del Tiro de Línea, cómo Ricardo lleva a su padre del brazo para ver las cofradías, me gusta el cartel que recuerda que hoy es vigilia, me gusta el cansancio del Viernes Santo, cuando el cuerpo está fatigado, pero gozoso y ahormado.

Me gusta la parada en la taberna de siempre, con la compañía de siempre y a la hora de siempre. Me gusta ver a los mismos cofrades en la misma calle a la espera de la misma cofradía. Me gusta aprender de Julio y La Sevilla que no vemos, cruzarme con los curas Sánchez-Dalp y Romero cuando busco cofradías. Me gusta cuando me paras, no te conozco, pero me preguntas si falta mucho para la cruz de guía. Me gusta quedarme quieto, disfrutar de un paso de palio que se aleja, mientras los últimos instrumentos musicales te regalan su particular melodía.

Me gusta cuando en un cajón aparece una papeleta de sitio arrugada con un número de hermano muy alto. Y es el tiempo que ha pasado. Me gustan tantas cosas que no se puede perder el tiempo. Y hay que contarlas.

Rafa Serna, el poder de hacer vibrar

Nadie podrá discutir que Rafa Serna hizo vibrar al público con su Pregón. Tuvo el don de llegar al corazón de la gente. No lo veremos más en la Plaza de la Alfalfa, donde un sábado esperaba sentado con ilusión la llamada del Consejo para pronunciar el Pregón. Aquel año, precisamente, no pudo ser. Lo fue, por fin, al siguiente. Serna era de los que hubiera dado el Pregón por segunda vez. Y por tercera. Lo suyo era pura ilusión. Y la ilusión es el motor de las cosas buenas, el valor que hace que determinados proyectos merezcan la pena. Para Serna, el Pregón fue un hito en su vida, fuente de orgullo y acicate para seguir apurando los días. La última vez que hablamos fue para agradecer el apoyo de la prensa a las jóvenes promesas del toreo. Se fue con Dios el pregonero que hizo vibrar al público. ¡Y de qué manera!

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