El Fiscal
La hermosa lección de un centenario
ES el Cristo al que siguen catedráticos y alumnos con cruces al hombro, el que lleva a sus pies el monte de lirios que simboliza la alianza entre la cultura y la fe, el primero que vio en Semana Santa el cura Javierre cuando llegó a Sevilla, el de las fotos de Serrano y Arenas.
Es la Buena Muerte, Santidad. El Cristo que duerme los Martes Santos con la nana que interpretan sin saberlo sus más de cien monaguillos. Hoy es el crucificado de la Universidad y antes fue el que recogía las oraciones de los jesuitas, que para eso fue encargado por el padre Pedro de Urteaga, prepósito de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús. Es el Cristo que está donde esté la Universidad, antes en Laraña y ahora en San Fernando. El Cristo humano para los estudiantes y divino para las horas del Martes Santo.
El Cristo que guarda el secreto de sus ojos, que sus ojos hay que verlos en los de cualquier niño con sotana roquete y esclavina. Es la Buena Muerte, Santidad. El Cristo que se mantiene dentro de la Universidad cuando los crucifijos, símbolo universal de compasión, de la misericordia, del amor y de la paz, son expulsados de los edificios públicos. El Cristo que recibió plegarias en una caseta de Feria cuando las misiones del 65, el que fue portada de periódicos nacionales, el cristo roto en el 83 y al que todos vimos ese Martes Santo que no salió, ventajas de la fe. El que inspira a pregoneros, preside pectorales de arzobispos y está siempre de guardia en el azulejo de la Encarnación.
Es la Buena Muerte, Santidad. El Cristo de una cofradía que nunca dejó ni dejará la Universidad, ni siquiera en tiempos de zozobra, el de una cofradía que siempre refuerza su compromiso con la institución, que se alegra cuando nuevas universidades veneran también la sagrada imagen de este Dios al que la luz baña entre el humo tiniebla que se confunde en la media tarde, este Dios en silencio, siempre en silencio, en las horas más hermosas de la Semana Santa. Es la Buena Muerte, Santidad, el Cristo venerado por una hermandad donde conviven la serenidad de los mayores, a los que Su Santidad considera como la sede de la sabiduría, y el empuje de los jóvenes, con los que Su Santidad espera estar en Portugal en 2022.
Es la Buena Muerte, tras la que en Sevilla cientos de penitentes caminan como peregrinos que admiran el hermoso triángulo que forman dos brazos y el madero de la cruz. Es el Cristo al que se vinculan los jóvenes en su etapa universitaria y con el que los mayores siguen siendo jóvenes. El Cristo que duerme el tiempo cuando se reza el rosario en la Universidad, en los pasillos se alzan las cruces, se levantan los guiones y se enciende la cera. El Cristo al que rinden culto rectores, profesores y alumnos, ministros, alcaldes y concejales, letrados y hasta iletrados, que sus brazos siempre están abiertos como una lonja de amor infinito. Sí, somos de Sevilla y es la Buena Muerte, Santidad.
Sus hermanos jesuitas lo encargaron para rezarle, su rostro siempre tuvo esa unción sagrada, ese poder de las grandes imágenes para guardar siempre las oraciones de los que ya no están y para recibir las de quienes no han hecho más que echar a andar el camino de la vida. Su paso es humilde, Santidad: madera, cuatro hachones y los lirios frescos clavados uno a uno con amor de prioste y con paciencia de opositor.
Es el Cristo que presidió muchos años las aulas y que preside la Universidad cuando el Martes Santo queda enmarcado en la puerta del Rectorado y la cera alta marca la senda que habrá de llevarle hasta el Postigo, donde aguarda una virgen ante la que Juan Pablo II oró de rodillas. Es la Buena Muerte, Santidad, el Cristo de las horas de estudio, apuntes subrayados, caídas, superaciones, esfuerzos, desengaños, éxitos y frustraciones. “Recen por mi”, dijo Su Santidad. En el aula de la vida siempre está el Cristo de la Buena Muerte, el que un jesuita encargó en 1620. Y el que un Pontífice ha venerado en la Plaza de San Pedro casi 400 años después. De jesuita a jesuita. De Sevilla a Roma. De monaguillo a adulto. La vida es la cara de un Cristo que las manos inocentes de un monaguillo dieron a besar a un Papa.
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