Conjeturas ante un nuevo mandato de Trump
Análisis
Vuelve la imagen de 2017, con Trump, Xi y Putin en el poder de sus respectivos países, pero sólo el presidente estadounidense está decidido a hacer reformas internas
EN los próximos días tomará posesión Donald Trump, tras una victoria que no parecía muy segura al comienzo de una campaña electoral que ha sido más calmada de lo que no pocos anticipaban, afortunadamente. Ahora es momento de preguntarse si el control republicano de la presidencia y del Congreso –y quizá añadiendo la composición del Tribunal Supremo– podrían dar lugar a cambios sustantivos en la gobernanza de Estados Unidos. Ha manifestado la intención de suprimir los organismos públicos independientes que no le agradan y de alinear otros consigo, y sortear los impedimentos que el Congreso pudiera hacer a sus nombramientos, por ejemplo. Pero, a mi modo de ver, lo más sorprendente son las críticas a los aliados de su país, y lo más inquietante es que reste cualquier utilidad que puedan tener para EEUU las reglas y las instituciones internacionales, ya sean Naciones Unidas, la OMC o la OMS, sin que hayan faltado críticas a la OTAN, una alianza importantísima. Todo esto significa que son más que probables nuevas convulsiones en un orden mundial que había sido bipolar hasta la desaparición de la Unión Soviética y luego pareció que avanzábamos hacia uno multipolar, apoyado en una globalización que se detuvo en 2020 y que ahora se está revirtiendo.
La emergencia económica de China, su consolidación como el gran fabricante industrial y el gran comerciante e inversor internacional, dieron soporte a las pretensiones de Xi Jinping para hacer de su país un actor central en la política, en las instituciones y en las reglas internacionales, incluyendo el desarrollo de un ejército con capacidad para proyectarse en el exterior. Pero esto todavía no ha sucedido en su totalidad ni con la amplitud que se anticipaba hace pocos años. Por el contrario, el progreso económico de China no es el que sería necesario para lograrlo –no son pocas las dificultades que está afrontando– y, además, los occidentales hemos dejado de hacer el tonto. En cuanto a Rusia, que pretendió ser otro gran actor internacional, se ha puesto de manifiesto su lamentable realidad: no es más que una gasolinera -su PIB es solo un 25% mayor que el de España- y su capacidad militar convencional es bastante menor de lo que aparentaba. Estados Unidos, por su parte sigue y seguirá siendo la primera potencia económica mundial –no tenga ninguna duda de esto–, seguiremos dependiendo muchísimo de su capacidad científica y de innovación tecnológica, y mantendrá su influencia en las reglas e instituciones internacionales, aunque sea por la vía de desbaratarlas.
Lo curioso de todo esto es que volvemos a una imagen de 2017: Trump, Xi y Putin en la presidencia de sus respectivos países. Los tres parecen sentirse elegidos: Trump, para devolverle la grandeza a América (MAGA); Putin, para resituar a Rusia en el papel que tuvo la URSS, y Xi, para superar definitivamente el siglo de la vergüenza (y para devolver Taiwán a la integridad del país). Los dos últimos han construido gobiernos absolutamente personales y han aumentado extraordinariamente su capacidad de control político. En cuanto al primero, a este respecto, en lo único en lo que cabe confiar es que las instituciones que definen a una democracia liberal, las que describió Tocqueville, sean capaces de resistir el mayor embate autoritario al que se han visto sometidas desde 1787.
Dejando al margen las cuestiones internacionales, el único que parece decido a hacer reformas internas de importancia es el próximo presidente americano. He mencionado antes algunos de sus propósitos, pero quisiera detenerme en algo que ha causado sorpresa: la influencia de Elon Musk y su papel en la inspiración de determinadas políticas gubernamentales, ajenas a las de naturaleza tecnológica.
Entre ellas, la de mejora de la eficiencia de la administración federal. Se ha hablado incluso de la creación de un nuevo departamento –mal empezamos– denominado DOGE, Departamento de Eficiencia Gubernamental, aunque probablemente su forma sea la de un comité con capacidad para proponer reformas. Parece que a la idea se están sumando personas destacadas de los ámbitos empresarial y tecnológico, pero hay una gran imprecisión en cuanto a sus objetivos y funcionamiento. Es cierto que siempre es posible mejorar la eficiencia de una organización, sea cual fuere su naturaleza pública o privada, y que también lo es mejorar la ejecución del gasto público, siquiera sea suprimiendo las inercias presupuestarias que se van acumulando año tras año. Y es muy buena idea la de examinar a fondo la política regulatoria e identificar sus deficiencias. Ahora bien, lo que es mucho suponer es que un comité de empresarios exitosos sea capaz de reducir el gasto público federal simplemente identificando los despilfarros. La realidad es que el gasto social es creciente y supone un porcentaje cada vez mayor del presupuesto. Al margen del gasto en defensa, sería solo el gasto en políticas discrecionales el que podría disminuir, ya que Trump ha dicho expresamente que no habrá reformas en las prestaciones sociales, en general, ni en las prestaciones que reciben las personas mayores. Dicho en otras palabras: sin modificar el sistema y la dotación de la asistencia pública, las reducciones que proponga DOGE servirán solo para financiar el creciente gasto social. Este problema no es exclusivo de EE UU, sino que afecta, con mayor o menor alcance, a todos los países en los que se ha establecido el estado del bienestar
No tengo ni idea de si Trump será una anomalía, pero sí estoy seguro de que el wokismo lo es y creo que, en buena medida, es lo que ha causado la derrota de los demócratas, cuando las circunstancias económicas, el empleo, e incluso el control de la inmigración estaban marchando bien. Siempre he visto el wokismo como una especie de retorno a los tiempos anteriores a la Ilustración e incluso al racionalismo, ya que está inspirado por suposiciones, creencias, opiniones, modas y pareceres, antes que por la razón. En definitiva, una ideología tan simple como un catecismo escolar. Exactamente la misma simpleza que creer que basta con la intención para hacer sostenible el estado del bienestar. Y que éste es irrenunciable y, además, no es perfectible, sino que ha de ser ampliado continuamente, evitando cualquier tipo de reforma sustantiva. No nos engañemos: los postulados básicos de la socialdemocracia han sido aceptados y son defendidos por (casi) todos los partidos políticos (incluyendo al Demócrata) de los países más o menos libres, sea cual fuere su posición aparente. Y muy pocos, aun declarándose alejados de la socialdemocracia, se atreven a tomar en consideración a quien se salga de la pista. Creo que el problema de la socialdemocracia es que puede morir de éxito, si no se dedica seriamente a pensar en cómo sostener el estado del bienestar y dedica sus mejores esfuerzos a la identificación de identidades y a la creación de derechos más espurios que otra cosa. Sin duda, Hayeck, Nobel hace cincuenta años, acertó al dedicar Camino de servidumbre “a los socialistas de todos los partidos”.
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