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El brillo yanqui en los ojos del primer 'black president'

F. D. / Sevilla

06 de noviembre 2009 - 05:02

A William Jefferson Clinton (Hope, Arkansas, 1946) todo el mundo lo conoce como Bill. Aunque la CEA se empeñara anoche en respetar el título original. Le pasa al ex presidente como a De Niro, de nombre Robert aunque en su restaurante de Tribeca le llamen Bob. Ambos, Bill y Bob, tienen ese brillo yanqui en los ojos. Es el brillo del optimismo innato del Imperio, un don que les ha permitido dominar el mundo y ejercer de referente perenne en mil ámbitos de la vida. Ayer, Clinton, Bill, reventó la CEA. No cabía un alfiler. Y no piensen en el habitual escenario dominado por los habituales rostros. Junto a la tribu empresarial andaluza se palpaba el color de la novedad. No sólo se hablaba castellano en la sala.

El equipo de seguridad del ex hombre más poderoso del planeta vino con su propia hoja de ruta: acreditación con tres cuartos de hora de antelación; escáner; perímetro acordonado por la Policía Nacional; patrullas de la Guardia Civil. Bonita factura. Pero es el precio del espectáculo, paradigmáticamente resumido a la conclusión del evento por un guardaespaldas bien enchaquetado de barba canosa y cráneo rasurado. 'Salida inmediata', susurraba por un walkie.

Clinton esperó pacientemente su turno en el estrado del salón de actos. Mientras sus cicerones le preludiaban con palabras de admiración y orgullo, él recordaba su primera visita a Sevilla, año sesenta y nueve, apenas un estudiante pálido y 'bastante pobre'. Rescataba también su opinión del país, una mezcla irresistible de cultura, música y amistades férreas pese al tiempo y la distancia. Entre ellas, las de José María Aznar y Felipe González. 'Aunque eran de diferentes partidos, nunca estuve en contra de ninguno de ellos, siempre nos entendimos bien'. O la de los Reyes, con quienes el matrimonio Clinton compartió unas 'pequeñas vacaciones'.

Es un tipo listo, Clinton. Sabe tratar a su audiencia. Si es necesario, arranca una risa colectiva. O una reflexión ceñuda. Maneja los tiempos, recurre a imágenes cercanas y muy fáciles de captar. Por algo fue el 42º presidente de los Estados Unidos. Por algo bebió de John F. Kennedy y Martin Luther King. Su inglés es tan pulcro que a veces uno, condenado al respetable jazz de la traducción simultánea, siente la tentación de escucharle sin intermediarios. Se mueve bien, Bill. Gesticula como un gran conferenciante, sonríe, se rasca con ese ademán de la gente del pueblo. Se le podía imaginar, anoche, bajo una luna de Chicago en vez de bajo otra hispalense, el saxo entre manos y un hermano recordándole que sí, que el fue el primer black president por delante de Obama.

La habilidad del orador es también su capacidad de seducción. Nadie entrecerró los ojos, nadie cabeceó, nadie consultó subterráneamente el móvil. Clinton se sacó de la chistera ejemplos de andar por casa para explicar conceptos algo más enrevesados. Los Yankees han ganado las Series Mundiales. España, la Eurocopa. Los dos equipos han competido con un chip innegociable, hasta la victoria siempre, aunque aquí el Che no pinte nada. Si alguien debe ganar, 'otro debe perder'. 'Pues bien, en la economía se trata de hacer justo lo contrario: buscar el máximo beneficio colectivo'. Fácil, ¿no?

Acaba el discurso del ínclito y rugen las palmas en la CEA, sede central, Sevilla. Los invitados se disputan un saludo, un guiño, un enfoque borroso, una visión periférica. Las salidas están selladas. 'Nadie se mueve hasta que el presidente se vaya'. Nadie se mueve, pero la cola aumenta. 'Motivos de seguridad', se disculpan las simpáticas azafatas. 'Las cosas de los americanos', opina una voz anónima. Cuando los jefes levantan la barrera, la masa sube las escaleras, entrega sus acreditaciones y llena poco a poco la carpa donde se celebrará un cóctel en honor a William Jefferson, Bill para los compinches, un hombre tan ocupado, tan ocupado, tan ocupado que no puede asistir a su propio pequeño homenaje.

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