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Leo Messi se adapta aún a su nueva vida en París una vez completada la mudanza desde la vivienda de Castelldefels a la residencia de Neuilly sur Seine, en la zona oeste de París, el destino de su mudanza después de un tiempo en el emblemático hotel Royal Monceau, en el centro de la capital francesa.
Fue en esos primeros días, en este lugar ubicado en la lujosa Avenida Hoche del octavo distrito parisino, donde el astro argentino trató de asimilar lo sucedido de un día para otro a principios de agosto. Con la Copa América bajo el brazo y miles de planes para él, para su mujer Antonella y para sus tres hijos.
Messi enfocaba con sosiego el futuro inmediato. Y con optimismo. Con las maletas hechas para disfrutar de unos días de descanso después de un intenso y apasionado curso. Con el Barcelona y con la selección. Exigente mentalmente y riguroso físicamente.
Nada que ver con el trajín de un año antes. Cuando todo se hizo eterno. Desde aquél fax hasta su primer entrenamiento. Cuando dijo adiós y después "me quedo". Fueron aquellos días tensos. Un pulso sin vencedor y un mal consuelo para el resto.
Esta vez le costó entender a Messi y a los suyos cómo se había podido despertar una mañana en París después de haberse acostado la noche anterior en Barcelona. Aterrizó en El Prat para rubricar una renovación acordada. Pero fue sólo un punto de escala en el camino hacia el aeródromo de Le Bourget, donde tomó tierra para sellar su incorporación al París Saint Germain, el equipo de las estrellas.
Después de diecisiete temporadas, 778 partidos y 672 goles no esperaba Leo iniciar, a sus 34 años, una nueva vida. Ni en París ni en ningún lado. Sólo prolongar su estancia en Barcelona, a donde llegó con 13 y donde progresó hasta admirar al mundo.
No olvidará Messi el verano del 2020. Tampoco el del 2021, marcado por el cúmulo de emociones al que tuvo que hacer frente un día tras otro. Las lágrimas sobre el atril de la sala de prensa del Camp Nou. De despedida, de adiós. Un giro en su recorrido que plasmó su desahogo definitivo justo un mes después, con el llanto sobre el césped del estadio Monumental de Buenos Aires, cuando con un hat-trick ante Bolivia, en las eliminatorias suramericanas, superó el récord de Pelé como máximo anotador en las selecciones del continente.
Fue aquélla otra noche histórica. Otra más. Messi celebró con el público de su país el triunfo en la Copa América conseguido meses atrás, antes de llegar al ecuador de julio, en el emblemático Maracaná. "Dios estaba guardando este momento para mí", dijo. Con un triunfo ante Brasil Leo enterró su maleficio. Aquél que le negó cada vez un gran éxito con su selección. Un lastre. Un reproche al que no conseguía dar respuesta. Un debe en contra en el eterno e irrelevante debate por ser el mejor de siempre.
No fue aún un Mundial, al que espera en Qatar. Fue una Copa América su primer gran éxito con la albiceleste que alarga su cuantiosa y aún provisional hoja de servicios a lo largo de su historia. Un alivio además de un mérito. Un suspiro que contempla ahora, con el cierre temporal de la Ligue 1 echado y con el brillo de un nuevo Balón de Oro en la vitrina de cristal que luce en el salón de su casa.
Thiago, su hijo mayor, pregunta de dónde salió el trofeo. Igual que Mateo y Ciro que hasta ahora veían sólo seis. Los seis que conocieron en su estancia en Barcelona. El séptimo, el reciente, fue colocado horas atrás, después de llegar del Theatre du Chatelet de París, su ciudad actual. El galardón que agranda la distancia con el resto.
La lujosa gala parisina, a la que llegó acompañado de su familia, escoltado por su presidente, Nasser Al-Khelaifi, y su director deportivo, Leonardo de Araújo, subrayó los méritos del jugador que ahora han hecho suyo.
El premio, discutido como casi siempre, plasmó su buen rendimiento. Con el Barcelona en derribo ganó sólo la Copa del Rey; pero fue, por octava vez, máximo goleador en la liga española con 30 goles en 35 partidos. Tuvo una gran influencia en el devenir del conjunto azulgrana, al que sostuvo en medio de la agitación institucional por la que todavía transita.
Pero fue la Copa América, con su selección, la que apuntaló su valor. Un título con Argentina que probablemente desniveló a la balanza hacia su lado. Un evento que jugó sin contrato, sin futuro. Con el compromiso con el Barcelona vencido, una promesa de prolongación y un puñado de clubes a la expectativa calculadora en mano.
Messi contempla el séptimo Balón de Oro como jugador del Paris Saint Germain, donde aún esperan el brillo que se le conoció y que se le supone.
No ha sido fácil la adaptación que aún contempla. En once partidos en la Ligue 1 tan sólo un gol. El equipo es líder, como se esperaba. En la Liga de Campeones le ha ido mejor: cinco tantos en cinco encuentros mientras aguarda la cita clave, de octavos, contra el Real Madrid al final del invierno. Vuelta a España.
Messi cierra el año en plena adaptación en su residencia de Neuilly sur Seine, en la zona oeste de París. Mientras se acomoda no encuentra respuestas a lo que pasó en aquél verano, ni sabe por qué todo cambió. Brinda ahora por un devenir exitoso. Por la nueva ciudad que le acogió, por la afición que le adoptó como ídolo y por más éxitos con su selección. Qatar 2022 espera.
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