'Al liquindoi', con y por los paquetes
A cargo de guardar la raya, Digard y Cristóforo contuvieron a sus equipos repeliendo los ataques del rival y facilitando la salida del balón En un partido con espacios, ninguno sufrió
Las anclas de Betis y Sevilla correspondieron a dos futbolistas nacidos junto al mar. Próximo al Canal de la Mancha, el bético; originario del puerto natural de Montevideo, el sevillista. A veces anclas, a veces flotadores, Digard y Cristóforo tenían la función de guardar la raya, de contener a sus equipos ocupando los mayores espacios posibles. Ambos protagonizaron, sin tener que ser protagonistas, un partido más que aceptable. Sin ánimo de ser ventajista, mejor el ganador que el perdedor.
El juego de Digard y de Cristóforo pertenecía al ámbito de la oscuridad, al mundo de la neblina y, cómo no, del alliquindoi propio de los esfuerzos portuarios, tan poco ajenos a los dos centrocampistas. A Digard se lo vio más cómodo en el segundo periodo. Para entonces el sistema de juego, también el estado del encuentro, le fue más propicio: plantado en el césped como una especie de líbero por delante de la defensa, el bético se permitió alguna que otra arrancada y hasta un par de desplazamientos en largo de los que cabe concluir que ni manco ni cojo, pese a las apuestas que lo daban por nuevamente lesionado.
Para Cristóforo apenas hubo variaciones entre el primero y el segundo periodo. Siempre jugó cómodo. Serio, aseado, ofreciendo su habitual sentido táctico, así como un destacado toque de balón -jamás regaló la pelota-, el de Montevideo puede convertirse, en esta línea, en el mejor refuerzo invernal del Sevilla. La sincronización con Krychowiak, su aliado en la zona de aduanas de la medular, fue casi perfecta. No sólo realizaron magistralmente la permuta por delante de los centrales, también el acarreo del balón desde las zonas traseras hasta la región de peligro. En la zona portuaria sevillista no quedaban paquetes.
La presencia de paquetes por doquier era la nota dominante en la zona de tránsito heliopolitana. Y no fue siempre culpa de Digard. En la primera parte, el francés sufrió la obsesiva persecución individual de Petros sobre Banega. En ésas, la proliferación de espacios era inevitable. Con ellos, se hizo demasiado evidente la acumulación de paquetes. Pero ni el temperamento -frío como el mármol- ni probablemente el estado físico -había quienes se apostaban el regalo de Reyes por una lesión del francés- permitieron a Digard multiplicarse a la velocidad del rayo cuando los goles llegaron.
Tampoco es Cristóforo un futbolista con los ojos inyectados de sangre. Ni falta que le hizo ayer. La velocidad del crucero bético, siendo generosos, hacía previsible cualquier situación en el ataque y al uruguayo le bastó la colocación y despedir el peligro con la mirada, de tal guisa fue el partidito de los atacantes rivales. Su barco era el bueno. El trabajo había concluido hacía ya mucho en el puerto sevillista. El siguiente puerto serán los cuartos de final. Enfrente no hubo ni una piragua.
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