Un John Wayne en tiempos de vainas

Remembranza

Perdimos la costumbre de Javier y eso en los territorios de la sana rutina es un terremoto

La barriada de Rochelambert tiene dos estaciones de Metro y fue a su modo una Ciudad de los Periodistas: en ella vivieron Alfredo Valenzuela, Eva Díaz Pérez, María José Andrade; en Rochelambert también llegó a vivir Javier Mérida (Sevilla, 1966). Con su afición a las estadísticas del fútbol, le diría que nació el año que el Madrid ganó la Sexta.

Los que creemos en una Jerusalén celeste sabemos que la muerte no es el final; pero aunque no se crea en esas cosas, algo precioso tenía que esperarlo al otro lado después de haber conocido la muerte en vida, la involuntaria clausura de una persona que era apertura y chisporroteo. Vehemente en el mejor sentido de la palabra, de los que no miden las consecuencias de lo que van a decir porque no se trata de hacerles competencia a los sastres.

Cuando estaba, siempre se sabía que estaba. A nadie dejaba indiferente, pero detrás de esa vocinglería un poco canalla, a lo Fernán Gómez o a lo Luis Aragonés, habitaba un cacho de pan, un compañero, un cómplice de todas las glorias y adversidades que jalonan el decatlón del periodismo: contar vidas ajenas que siempre son la tuya propia porque el periodismo o es autobiografía o es funcionariado.

Y Javier nunca funcionó como un funcionario. Perdimos la costumbre de Javier y eso en los territorios de la sana rutina es un terremoto. Fue su primera muerte, la simbólica, la del ostracismo. La penitencia ha sido tan brutal que el pecado, como el infierno de Sartre, eran los otros.

Jugando al fútbol era un puro diablo. Uno juega como es. Su forma de entender el periodismo era muy parecida a esa relación atávica con el equipo, con el balón, con el contrario. Recuerdo un partido del torneo de medios, ése en el que Dassaev llegó a ser portero de la Cope, en el polideportivo Kendall. Jugábamos Diario 16 contra El Correo de Andalucía. El Polígono Calonge contra el de la Carretera Amarilla, que ahora paradójicamente es un tanatorio. Íbamos ganando y de pronto salió un tipo no demasiado alto, escurridizo, ratonero. Seguro que Paco Gil y Manolo Castro lo recuerdan. Nos masacró. Le dio la vuelta al partido e hizo trizas nuestra autoestima.

Nunca, en las muchas ocasiones que nos vimos después, incluidos los años de convivencia de este periódico en la calle Rioja, me pude quitar de la cabeza aquella salida salvaje con la fuerza de los honderos baleares, esos guerreros de los tiempos de los cartagineses que salían en la novela Salambó de Flaubert y que tanto le gustaban a Serra Ferrer.

Sus patadas a la espinilla eran tan contundentes como sus caricias. Alguna vez me contó que su casa estaba muy cerca del cine de verano Rochelambert. Siempre tuvo alma de vaquero irredento, de John Wayne en tiempos de vainas. Era de la promoción de los llorados Fernando Carrasco y Santiago Roldán, esos pupilos de Julio Manuel de la Rosa que encontraron en la literatura un sucedáneo del periodismo.

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