Los días confinados

La vida en suspenso | Crítica

Fórcola publica el diario del confinamiento del poeta Jordi Doce, que ya había cultivado el fragmento en 'Hormigas blancas' y 'Perros en la playa'

Una pareja muestra una pancarta de apoyo a los sanitarios durante el confinamiento general.
Una pareja muestra una pancarta de apoyo a los sanitarios durante el confinamiento general. / Efe

La ficha

'La vida en suspenso'. Jordi Doce. Fórcola. Madrid, 2020. 158 páginas. 15,50 euros

¿Para qué publicar un diario –otro más– del confinamiento, ya sea en libro, con tinta demasiado fresca, o en blog?, ¿será acaso un soliloquio de farero?, ¿a qué dejar constancia de la ingenuidad primera y el amargor creciente?, ¿qué valor de uso tiene para los demás mi vista de ojo patio, la noches bisiestas, los sueños sólo míos, el testimonio de retaguardia de quien, como tanta otra gente, ha tenido por misión quedarse en casa durante los días en los que en España sinvivimos encerrados desde el 14 de marzo hasta mediados de mayo? Quien publica su bitácora de cuarentena sin azuzar metódicamente estas dudas, corre el riesgo de contraer el virus de la frivolidad o su antígeno el patetismo, o peor, del oportunismo, la delectación o la tontería. No es el caso del poeta, traductor y crítico Jordi Doce en La vida en suspenso, su diario de confinamiento publicado en la editorial Fórcola. El cuestionamiento, la complejidad de no caer en la tentación de un tono y estado; las lecturas que, como los pájaros y los policías, atraviesan el texto; las reflexiones sobre la actualidad y su gráfica; el buen norte de tomar "partido por lo menudo, lo trivial", y la voz polifónica y reconocible del autor, hacen de su cuaderno del encierro, un libro de visiones, pasmos, cotidianeidad y reflexión con el que acompañarnos. Al hablar de lo suyo, Doce pone letra a la vivencia, al estupor y a la evolución del ánimo no sé si de un tiempo –radical– y de un país, pero sí de quienes aún no han perdido las capacidades de extrañar y entrañar, reflexionar y aportar.

Portada del libro.
Portada del libro. / D. S.

En la literatura española actual se publican diarios de peso –Trapiello, Maillard o Vila-Matas se vienen de súbito a la cabeza–, pero quizá sea mi hambre de este género lo que me genera la impresión de que no es tan habitual como en otras literaturas darlos a la luz, ni los íntimos ni los cuadernos de lecturas o escrituras como los que esbozaron Benjamín Jarnés, Carlos Pujol o José Ángel Valente. La escritura fragmentaria y el carácter híbrido dota a los mejores dietarios de libertad y potencia expresiva. En ellos conviven la poesía, lo aforístico, el aguafuerte, lo filosófico, la anécdota representativa. Cuando el diario se acota a un tiempo limitado y a una realidad delirada, puesta al filo, el testimonio puede llegar a ser especialmente valioso. Es el caso de La vida en suspenso, no precisamente por estar escrito desde primera línea de batalla –sería otro el que pudiera haber escrito Basilio Sánchez desde la UCI, señala Jordi Doce–, ni desde el escondite extremo, como fue el caso de Ana Frank, sino por haberse compuesto desde la realidad estallada y la quietud vertiginosa en que hemos vivido las gentes que no ejercemos "labores esenciales" o hemos trabajado desde casa. Precisamente son estas paradojas, oxímoros y contracciones vividas desde que se decretó el Estado de Alarma –la irrealidad de la realidad, y el aquietamiento de la vida mientras muta a ritmo vertiginoso el lenguaje, las cifras, los spams, la publicidad, la significación de los aplausos, la inocencia y su reverso, los sueños...– lo que el autor desentraña desde lo cotidiano, tratando de no hundirse en el intento. "Náufrago de interior", "un escapismo hacia adentro", llama a su oficio y empresa. La vida en suspenso tiene algo de ‘road movie’ inmóvil en la que se viaja al centro de la desaceleración, el insomnio, la incertidumbre y el asombro, en unos pocos metros a la redonda.

En sus Cuadernos amarillo, rojo, verde y azul, Pedro Casariego Córdoba dejó dibujada una rejilla que se deslavazaba por un extremo, junto al que escribió: "¡Por aquí podemos escapar!". He recordado el dibujito mientras leía La vida en suspenso. El autor dedica su ojo ubicuo a las figuras del paisaje (las inmediaciones del madrileño Parque del Oeste y el patinillo y sus techumbres), lee, juega al Scrabble, conversa y medita, acomete acciones contenidas, casi implosivas (esquivar a unos perros, mirar hacia otro lado para que no le confundan con un "poli de balcón", ofrecer café al portero), mira las noticias y los documentales, lee y reflexiona, recibe correos. Merodear con la escritura entre todo ello puede ser otra forma de dar un paseo. Llama la atención que el libro de un confinado tenga tantas escenas que podríamos acotar con las palabras exterior-día. Doce, quizá ante todo a través del estilo, nos muestra parte de sí y de su vida íntima. Aquí están las mujeres con las convive, un sueño raro, lo que le saca de quicio, las profilaxis pandémicas, sus vueltas con la almohada. Pero no las trasmuta en extimidad ni simulacro, como tanto suele hacerse por las redes. La vida en suspenso es un gran antiespectáculo. Se agradece.

En estas páginas reconocemos el ojo bárbaro, el pensamiento plástico y la mano libre del autor de Hormigas blancas y Perros en la playa, que encuentra en la escritura de fragmentos espacio muy propio. El mundo, en cuanto callamos, se convierte en un prodigioso banco de metáforas, tantas que Doce incluso trata de esquivar la trascendencia de los signos. Pero también reconocemos al traductor, que como en Libro de los otros nos desentraña poemas en inglés y los comenta. Las lecturas le salen al paso, casi en sincronicidad con lo que sucede dentro o fuera. La vida en suspenso, conforme avanza, va componiendo un breve catálogo de Lecturas no obligatorias, dicho sea a la manera de Szymborska. En tiempos del coronavirus, el libro como bien de primera necesidad deja de ser un cliché. En momentos tan delicados es realmente difícil dejar caer una ironía sin que suene con estrépito a frivolidad y displicencia, ni deslizar una meditación que no suene campanuda. Lo Uno puede significar radicalmente lo Otro de la noche a la mañana. Jordi Doce, sutil funámbulo, logra el equilibro imposible: sacarnos a veces media sonrisa, recalcular "la aritmética de la compasión" y la ternura, hacernos reflexionar pero evitando gustarnos demasiado en el gesto.

Como un vigía, o como un crítico de sí, Doce va escribiendo su diario con la preocupación explícita sobre la evolución del tono y el ánimo, y sobre el sentido de estas páginas. "Escribir estas notas no debería necesitar justificación, lo sé, pero...", repite, con estas u otras palabras, varias veces. Tales preocupaciones, afanes y búsquedas constatan la honestidad de un diario hecho de mirada, reflexión y pensamiento poético donde comparece, suspensa, la vida.

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