“La literatura no consiste sólo en escribir bien, también hay que pensar bien”

Theodor Kallifatides | Escritor

El autor griego residente en Suecia, referente de la literatura europea aunque descubierto tardíamente en España, mantiene este jueves un encuentro con sus lectores en La Térmica

El escritor Theodor Kallifatides (Molaoi, Grecia, 1938), en Málaga.
El escritor Theodor Kallifatides (Molaoi, Grecia, 1938), en Málaga. / Javier Albiñana
Pablo Bujalance

12 de mayo 2022 - 06:52

Málaga/La publicación de Otra vida por vivir en 2019 entrañó el descubrimiento tardío en España de Theodor Kallifatides (Molaoi, Grecia, 1938), referente de largo aliento de las letras europeas. Tras vivir en su infancia la ocupación nazi de su país natal, y ante las dificultades para labrarse un futuro en el paisaje posterior, decidió emigrar a Suecia en 1964, pocos años antes de la Dictadura de los Coroneles. En el país nórdico desarrolló su carrera de escritor con más de cuarenta libros escritos en sueco y traducidos posteriormente por el mismo autor al griego (el mismo Otra vida por vivir, aparecido originalmente en 2017, fue su primer envite servido directamente en su lengua materna). Su escritura, de profundo alcance poético, se alimenta a base de memoria, historia y la experiencia propia de un hombre partido entre dos latitudes. En España, la editorial Galaxia Gutenberg ha emprendido la publicación de sus novelas con traducciones vertidas desde el griego. Su última entrega, Timandra, aparecida originalmente en 1994, recupera la excepcional figura de la mujer conocida como la amante de Alcibíades, cuya repercusión en la Antigüedad fue sin embargo mucho más allá. El propio Kallifatides presenta esta obra este jueves a las 18:00 en La Térmica, en diálogo con Juan Cruz.

-Dado que su descubrimiento en España ha sido reciente, ¿se siente aquí como un escritor joven y prometedor que viene a promocionar sus primeros libros?

-No, la verdad es que no. Me siento justo al contrario, en el fin de mi carrera, que es lo mejor que puedo decir cerca de cumplir 85 años. He tenido cierto éxito, en Suecia, en Grecia, también en Francia, pero lo que encuentro en España, más allá del éxito comercial, es la amistad de los lectores, que se muestran aquí muy generosos conmigo. He podido comprobarlo en diversos encuentros celebrados en el último año, en Salamanca, en Barcelona. La gente me pide que le dedique los libros, muestra mucho interés, y la verdad es que ya no contaba con encontrar algo así al final de mi carrera. Ha sido un regalo. Siento que en España mi carrera termina pero mis libros comienzan. Por lo demás, me temo que se ha acabo. Eso es todo.

-¿Significa eso que no volverá a escribir?

-No lo sé. La escritura es un negocio complicado. Requiere mucha paciencia y mucha dedicación, todos los días. A todos los escritores les llega un momento en que ya no pueden involucrarse en un libro como antes. No es cuestión de sentirse cansado, sino de que la energía mental ya no rinde como antes. Para escribir un libro debes tener muchas cosas que decir, y me temo que eso ya no me pasa. Si tengo la posibilidad de escribir otro lo haré, si está a mi alcance, pero de momento me lo tomo como cualquier otra persona que se retira. Como una jubilación.

-¿Ese retiro tiene que ver con el bloqueo creativo sobre el que escribió en Otra vida por vivir y que le llevó de vuelta a Grecia?

-Sí. Fue un trance delicado porque nunca antes me había sucedido algo así. Había escrito de manera continua durante décadas, sin parar, que es lo que por otra parte sucede habitualmente. Cuando publicas un libro, el siguiente ya está listo. Pero el bloqueo tuvo que ver con la muerte de mi madre. Me sentí siempre muy unido a ella, mantuvimos una relación muy rica, muy especial, a pesar de que ella se quedó en Grecia y yo vivía en Suecia. Siempre que nos veíamos conversábamos, reíamos, tomábamos café, bailábamos, nos contábamos chistes. Cuando murió, me di cuenta de que todo lo que yo habría escrito tenía que ver con ella. Empecé a escribir muy joven, cuando aún era un niño y dependía de mi madre. Una vez, en un encuentro con el público en Suecia, poco después de que ella muriera, una lectora me preguntó sobre qué iba a tratar el siguiente libro. Le respondí que no sabía si iba a haber un siguiente libro dado que mi madre, que era mi mayor inspiración, había fallecido. Y la lectora, a su vez, me respondió, casi en un susurro: “Creo que a ella le gustaría que usted siguiera escribiendo”. Más tarde empecé a escribir Otra vida por vivir. Y seguí escribiendo, desde entonces he escrito tres libros más, El asedio de Troya, que se publicó en España, y otros dos. Pero ahora sí tengo la impresión de que, quizá, se ha acabado.

El escritor griego posa ante la cámara antes de la entrevista.
El escritor griego posa ante la cámara antes de la entrevista. / Javier Albiñana

-Su decisión recuerda, en cierto modo, a la de Philip Roth. Y cuando Roth anunció que no iba a volver a escribir, de inmediato surgió el debate sobre si un escritor puede dejar de escribir realmente.

-Sí, Philip Roth fue una gran influencia para mí. Recuerdo que en una de las últimas entrevistas que concedió, poco antes de morir, le preguntaron cómo se sentía después de haber dejado de escribir y él respondió: “Más feliz que nunca. Salgo a caminar, voy a nadar, tomo notas. No necesito levantarme cada mañana y ponerme escribir”. Y lo que pensé al leer aquello es que si Philip Roth está convencido de que se puede vivir sin escribir, entonces todo el mundo puede hacerlo. Escribí mucho sobre ello en Otra vida por vivir. Hay un caso muy interesante, que es el de Georges Simenon. Publicó más de cuatrocientas novelas, decía que dedicaba sólo dos semanas a la escritura de cada una, si bien, claro, contaba con una secretaria y con un equipo detrás. Pero un día fue a su despacho, la secretaria estaba en la otra habitación, empezó a escribir y se dio cuenta de no podía. No se le ocurría nada. Durante siete horas estuvo plantado delante del papel a la espera de una idea, pero la inspiración no vino. Así que, pasado este tiempo, se levantó, se acercó a su secretaria y le dijo: “Se acabó”. Uno nunca puede estar seguro de estas cosas. Ser un escritor consiste en eso que dices, observar, estar pendiente, vivir en conexión con el mundo y con la realidad, con la sociedad y todo lo que sucede. Y eso no se termina nunca, sigues en esa posición, sin dejar de rumiar. Pero no necesariamente eso que rumias tiene que verse traducido en una novela. Ésa es mi situación ahora. Es verdad que ha habido gente como el filósofo Bertrand Russell, una influencia clave para mí, que murió a los 95 años con la pluma en la mano. Así que ya veremos.

-¿Cómo ha evolucionado su relación con su lengua materna a lo largo de los años?

-Mi decisión de escribir en sueco no obedeció a un capricho, sino a la necesidad. Yo vivía en Suecía y para mí no tenía sentido publicar en griego, ni en Grecia. Pensaba que, si tenía algo que decir, tenía más sentido dirigirme a la gente con la que vivía. Así que decidí escribir en sueco. Muchos me recomendaron que desistiera, me decían que el sueco es muy difícil, que nadie para quien no fuese su lengua materna podía aspirar a expresarse literariamente en ese idioma. Pero resultó que pude. Se me daba bien. No sé cómo sucedió: vino todo a mi cabeza, el vocabulario, la sintaxis, así que me puse a escribir y funcionaba. Lo primero que escribí fue una colección de poemas. Lo envié a una editorial sin mucho convencimiento y, para mi sorpresa, me llamaron para decirme que querían publicarlo. Desde entonces he vivido consagrado a la escritura, libro tras libro. En 1972 volví a Grecia, con mi mujer. No era la primera vez que volvía, claro, pero aquella fue la primera ocasión en que sentí la lengua griega como algo extraño. Después, conforme murieron mi padre, mi madre y mi hermano mayor, la impresión se acrecentó. La lengua griega se disolvía de alguna forma, porque en mí estaba ligada a ellos. Muchos años después regresé y asistí a una lectura de poetas griegos, jóvenes y entusiastas, en un lugar precioso, bajo la noche profunda, y la lengua griega se me reveló de nuevo plena, como si me fuera devuelta. Fue entonces cuando decidí escribir Otra vida por vivir. Pero fue una excepción: después escribí El asedio de Troya en sueco. Y si vuelvo a escribir, supongo que lo haré en sueco. Con el pasar de los años, no veo ninguna razón para mantener la memoria de mi lengua materna cuando escribo. Las lenguas son criaturas vivas. Por lo tanto, también palidecen en la memoria de uno.

-Pero usted traduce sus libros del sueco al griego.

-Así es.

-¿Y cómo es el proceso de traducirse a sí mismo en dos idiomas tan distintos?

-Muy interesante. Se aprende mucho, sobre todo de ti mismo, de cómo relacionas las ideas. La prueba más difícil para cualquier libro llega con su traducción. Es ahí donde salen a relucir sus fallos, sus problemas. Pero cuando te traduces a ti mismo, tienes una oportunidad real de enfrentarte a tus libros como un lector, no como su autor. Luego, en ese proceso, el libro cambia, es inevitable. Eso no sólo tiene que ver con las diferencias lingüísticas por las que siempre hay algo que no se puede traducir directamente; también, más aún, con los lectores para los escribes. Si escribes un libro en Suecia, para lectores suecos, y haces referencia a la Reina Cristina, todo el mundo lo va a entender de la misma manera; pero lo más seguro es que, para los lectores griegos, esa referencia no signifique nada. Lo mismo que Leónidas, el Rey de Esparta, significará algo muy distinto en Suecia respecto a Grecia. Lo que funciona en sueco, dirigido a lectores suecos, puede no funcionar en Francia, o en Portugal. A menudo nos reímos de manera distinta, y lo que es más peliagudo, de cosas distintas, dependiendo del país en el que vivamos. Cuando traduces, tienes que tener todo eso en cuenta. Lo que pasa es que cuando haces esos cambios en la traducción muy rara vez el libro sale mejorado. Al contrario, por lo general empeora. Por eso lo más difícil de traducir no son las grandes ideas, ni los grandes argumentos, sino los detalles referentes a la vida cotidiana, los apuntes domésticos, porque son esos detalles los que más cambian de un sitio a otro. Al mismo tiempo, estoy convencido de que es posible decir todo lo que quieres decir en un idioma nuevo, distinto del materno. Si tengo algo que decir, se me entenderá en cualquier lengua. Si no tengo nada que decir, no diré nada ni siquiera en mi lengua materna.

-Pero, ¿podemos decir algo que no se haya dicho ya?

-La literatura no consiste sólo en escribir bien, también hay que pensar bien. Existe toda una tradición literaria, muy extendida, especialmente en Europa, que le concede toda la importancia a escribir bien, a expresarse bien, a utilizar muchas palabras, y si puede ser palabras extrañas, con muchas páginas llenas de ese presunto virtuosismo, pero sin una sola idea. Sólo hay palabras. Se considera, parece, que una frase bien escrita debe querer decir algo por fuerza. Pero no siempre es así, ni mucho menos.

"Soy profundamente contrario a cualquier guerra. Hasta donde sé, ninguna guerra ha servido para nada. ¿Quién disfrutó realmente de la democracia en Europa tras la Segunda Guerra Mundial?"

-El escritor rumano Mircea Cartarescu comparaba la invasión de Ucrania a manos de Rusia con la Guerra del Peloponeso. Argumentaba que si entonces las polis griegas decidieron unirse contra una agresión externa, ahora Europa debía hacer lo mismo ante la agresión de Putin. ¿Cuál es su punto de vista, el de un hombre capaz de observar y analizar a Europa desde dos latitudes distintas?

-La comparación con la guerra del Peloponeso es correcta en la medida en que ambas guerras son innecesarias. La diferencia es que la guerra de Ucrania habría sido más fácil de evitar. Habría bastado un poco de buena voluntad. Eso sí, el sentido de la buena voluntad, lo que significa esta expresión, parece haber cambiado en los últimos años. La buena voluntad es por definición, o al menos lo era antes, una cuestión compartida, se hacía entre los dos bandos. Ahora, un bando puede decir que tiene buena voluntad pero, como el otro no la tiene, vamos a la guerra. Aquí ha faltado diálogo por todas partes, entre Rusia y América, entre Rusia y Europa, entre Rusia y Ucrania, entre los propios rusos y entre los propios ucranianos. Yo mantengo una convicción profundamente contraria a cualquier guerra. Ninguna guerra, por lo que sé, ha resuelto nada. Las guerras sólo han servido para traer otras guerras. Un ejemplo claro es para mí la Segunda Guerra Mundial. El objetivo con el que se decidió parar a Hitler era implantar la democracia en Europa. Aquello costó más de cincuenta millones de víctimas. Ahora bien, ¿quién, realmente, disfrutó de la democracia en Europa después de la Segunda Guerra Mundial? Grecia permaneció bajo control británico, luego pasó a estar bajo control americano y luego tuvimos una guerra civil que desembocó en una dictadura fascista. Uno de los primeros sitios en los que se usó el napalm, mucho antes que en Vietnam, fue en las montañas de Grecia durante aquella guerra. Cuando esperábamos la democracia, llegaron los coroneles. Pero aquello no fue un suceso espontáneo, obedecía a un plan que incluso tenía nombre propio, el Plan Prometeo. ¿Dónde hubo democracia? ¿En los países balcánicos? En buena parte de Europa hubo menos democracia que nunca. En todas partes se hablaba del milagro alemán, pero ¿qué milagro era ése? ¿Qué democracia se habría dado en Alemania sin el dinero americano?

-¿Es una figura como Putin consecuencia de ese cierre en falso tras la Segunda Guerra Mundial?

-Es que Putin me da igual. No me importa lo que piensa, ni que quiera ser un emperador, o un dios. Me trae sin cuidado. Lo único que me preocupa de Putin es lo que ha hecho con la juventud de Rusia, la manera en que les ha negado el futuro, y la violencia que ha desatado en Ucrania. Pero es que tampoco me importa lo que diga Zelensky. Lo que me importa son las víctimas. Los muertos y los que han perdido a sus familias. Sólo podemos hablar de democracia en un contexto en el que todos pueden vivir y crecer libremente. Y eso sólo es posible mediante la paz. Por eso, sin paz, no hay democracia. Es así de fácil. Lo único que se hace desde Europa es enviar armas, ¿de verdad, eso es todo? ¿Dónde están los que hablaban de diálogo? Ya tenemos armas suficientes como para destruir el planeta varias veces, no hacen falta más armas. Creo, profundamente, que cualquier guerra puede evitarse mediante el diálogo. Putin no muestra ninguna buena voluntad, pero ¿quién lo hace? ¿Y cómo? Fíjate, el primer poema que se compuso contra la guerra, por más que muchos lo sigan leyendo como un poema belicista, fue la Ilíada de Homero. Y en ese poema, Homero dice: “La guerra es la fundadora de todas las lágrimas”. De todas, no de las tuyas, ni de las mías. Falta crear una verdadera cultura de paz. Eso está por hacer. No hace mucho, intelectuales como Bertrand Russell defendían esta idea. Ahora no escucho a nadie expresarse en esa línea.

-Aunque en su obra literaria predominen las novelas, ¿asistimos, en cualquier caso, a la escritura de un poeta?

-Sí, desde luego. He publicado tres colecciones de poemas. Amo la poesía. Pero, ¿sabes lo que pasa? Hace mucho tiempo, en Europa, los poetas eran los escritores más reconocidos. Pero luego ese reconocimiento se terminó, la novela arrebató a la poesía su posición de privilegio y los poetas se quedaron fuera. Ahora parece que es la novela la que llega a su fin, con el apogeo de las plataformas de televisión. Al final, si decidí escribir novelas en lugar de poesía fue por una mera cuestión de economía. Necesitaba ganar dinero y mi medio para ganarlo era la escritura. Pero siempre he intentado mantener viva la escritura poética, conservar la concentración de un poeta cuando escribo. Por eso mis novelas no son muy largas, prefiero decir lo que tenga que decir sin demasiadas palabras. Mira, la literatura se hace, fundamentalmente, con dos cosas: belleza y conocimiento. Lo demás sobra.

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