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Poesía y 'collage'. Francisco Brines. Renacimiento. Sevilla, 2019. 128 páginas. 14,90 euros
Sin menospreciar la obra de Joan Margarit, gran poeta catalán y español, muchos de sus lectores habríamos deseado que el premio Cervantes de este año recayera en Francisco Brines, que es junto al ya galardonado Caballero Bonald uno de los últimos representantes vivos de una generación, la del medio siglo, especialmente fecunda en el terreno del verso, a la que pertenecen otros poetas mayores como Rafael Guillén o Julia Uceda. Retirado en su casa valenciana de Oliva, Elca, espacio fundacional donde hace años fijó su residencia postrera, Brines encarna un alto linaje que según confesión propia se remonta a Juan Ramón Jiménez y encontró en Luis Cernuda, su influencia más directa, la inspiración para expresar un mundo propio.
Publicado por Renacimiento, la editorial que dio a conocer dos de los libros de Brines, Poemas excluidos (1985) y El otoño de las rosas (1986), además de una reciente antología consultada –Entre dos nadas– que prologó Alejandro Duque Amusco, los estudios críticos de José Olivio Jiménez y David Pujante o el volumen colectivo Huésped del tiempo esquivo, coordinado por Sergio Arlandis, Poesía y 'collage' reúne dos hermosos y esclarecedores textos en prosa que suponen un inestimable acercamiento a la mirada o la médula del poeta. Con razón dice su editor y buen amigo Abelardo Linares que el primero de ellos, "La certidumbre de la poesía", originalmente aparecido como parte de la introducción a una Selección propia (1984) y rescatado aquí junto a otro más breve pero no menos significativo, "Universalidad y aventura del collage" (1987), es sólo comparable por su alcance autorreflexivo al célebre Historial de un libro de Cernuda, a quien el valenciano dedicó su emocionante discurso de ingreso en la Real Academia Española, también disponible en el catálogo de la editorial sevillana.
"Creo que el conjunto de mi obra, aun en los momentos en que aparece el cántico, no es otra cosa que una extensa elegía", escribe Brines, dando la razón a quienes lo definen como un poeta fundamentalmente elegiaco. Para el autor de Ensayo de una despedida, la "conciencia de nuestro destino mortal" se traduce en una sensación de "continuada pérdida", pero esa desposesión –de ahí la idea de un hedonismo trágico– sólo puede ser arrostrada desde el "profundo amor a la vida". Desde la tarde remota en que el muchacho interiorizó la poesía como "experiencia mágica", comparable al "uso sexual del cuerpo", e inició el camino que va del asombro a la revelación, que es también desvelamiento, Brines se ha mostrado fiel a la "ilusión de detener el tiempo" en versos que tienen su origen en la experiencia pero a la vez alumbran una "realidad desconocida". El poema, nos dice, "está siempre escrito desde el hombre", pero alcanza "irradiaciones distintas" en función de la sensibilidad recreadora de los lectores. Y no es la música, sino la palabra, lo que le confiere misterio, emoción y encarnadura. Con la misma transparencia que caracteriza su escritura lírica, el prosista Brines habla de sus motivaciones, de la "vertebración moral" de sus poemas o de su distancia de las "guerras estéticas de escuela", antes de describir, hacia el final, a modo de coda, el solar de la infancia donde "pugna porque retorne, en el naufragio de la memoria, su propio ser desvanecido".
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