El pensamiento yonqui
Drugstore Cowboy | Crítica
Sajalín refuerza su colección criminal con Drugstore Cowboy, una novela-tratado sobre la adicción escrito por un consumado atracador de farmacias
La ficha
Drugstore Cowboy. James Fogle. Trad. Juan Carlos Postigo. Sajalín Editores, 2018. 220 páginas. 20 euros
James Fogle (Wisconsin, 1936-Washington, 2012) es uno de esos autores malditos que pasó más tiempo en prisión que fuera, y que escribieron buena parte de sus obras privados de libertad. Como Edward Bunker, por ejemplo, con el que tiene el gusto de compartir editorial española. O como Curtis Dawkins, cuyo libro de relatos Hotel Graybar, en el que narra detalles de la vida en la prisión estadounidense en la que cumple cadena perpetua, ha sido publicado recientemente en España por Seix Barral. Fogle era un consumado atracador de farmacias, que estuvo robando hasta poco antes de su muerte, que fue, como no podía ser de otra manera, en prisión.
De aquella pasión por el robo en farmacias nació Drugstore Cowboy, su obra maestra, que alcanzó fama universal cuando Gus Van Sant la llevó al cine en 1989 y se convirtió pronto en una película de culto. El libro, incomprensiblemente, no estaba publicado en español. Ha tenido que ser, otra vez, la editorial Sajalín la que rescate a un escritor como Fogle para el público de habla hispana.
Como ya hizo con Edward Bunker, que inició la colección Al margen (en la que se inserta este Drugstore Cowboy) con No hay bestia tan feroz y a la que luego le siguieron otras como La fábrica de animales, Perro come perro, Little Boy Blue o el libro de memorias La educación de un ladrón, y con otros autores del mismo corte, como Clarence Cooper Jr., autor de La Escena, o Malcolm Braly, que escribió En el patio, otro tratado sobre la vida en la cárcel.
Cualquiera de ellas es absolutamente recomendable. Pero hoy toca hablar de Drugstore Cowboy y de su autor. Fogle robó un coche por primera vez a los 12 años. Huía de un padre maltratador. Fue entonces cuando pisó por primera vez un correccional, o "escuela de ladrones", según él mismo definió este tipo de instituciones. Allí, por tanto, aprendió el oficio y probó las drogas. De nuevo la relación entre delincuencia y estupefacientes es inevitable.
En la cárcel dio forma a una novela que, lejos de lo que podría parecer, es incluso divertida. Cuenta la historia de una banda de toxicómanos atracadores de farmacias que quieren más barbitúricos que dinero. La lidera Bob Hughes, un evidente trasunto del autor. Es un tipo con su propio código de honor. No obliga a nadie a hacer nada que él no haría ni vende droga a otros yonquis. Es decir, se mete lo que roba. Y es, aquí viene el punto de humor del libro, muy supersticioso.
Llega a ser un tipo entrañable y uno casi se pone de su parte cuando le da un escarmiento a los dos detectives que persiguen a la banda. Una escena, por cierto, que también resulta bastante divertida pese al trasfondo de crítica social que acompaña a cualquier novela sobre la droga.
Que alguien relate cómo le roba a su madre para obtener dinero con el que pagar un pico no deja de ser duro, pero aquí está tratado con cierta guasa. "Dios mío, si es el chorizo drogadicto de mi hijo y la chiflada ninfómana de su mujer. Esconded la plata y el televisor, guardad las medicinas en los armarios y no soltéis las carteras", dice la madre. "Joder, mamá, ¿cuándo he robado yo en tu casa? Dime una cosa que te haya quitado alguna vez. Venga, sólo una", responde el hijo.
El libro contiene algunas reflexiones que podrían considerarse una especie de tratado sobre el pensamiento yonqui, si a alguien le diera por escribir un manual sobre el estado mental de los consumidores de droga. "Nadie, absolutamente nadie, puede hacer cambiar de opinión a un yonqui y convencerle de que deje de consumir droga, así que todos sus consejos son papel mojado y puede muy bien tirarlos por el váter", escribe Fogle. "Es decir, no pueden darle a un drogado nada mejor que lo que ya tiene. ¿Qué pueden ofrecerle? Consejos vacíos de significado que les funcionan a ustedes porque no son yonquis, nada más que eso".
"Incluso hay drogatas", añade el autor, "que afirman que la buena heroína es mejor que cualquier mujer con la que hayan estado. Ahora bien, yo nunca he probado ninguna heroína que fuera buena, pero deme un par de papelinas de dilaudid mezcladas con cuatro o cinco pastillas de quince miligramos de desoxyn y pasaré por encima de todas las actrices desnudas que haga falta para hacerme con la mandanga".
Entre frases de este tipo transcurre una novela que funcionó a la inversa de lo habitual, es decir, fue película antes que libro. Al menos que libro vendido en las librerías. Antes de que fuera publicada, una copia de la obra cayó en las manos del guionista Daniel Yost, que convenció a Gus Van Sant para que la llevara al cine. Era 1989. El éxito de la película provocó la publicación del libro al año siguiente. Su autor apenas pudo disfrutar del éxito. Siguió atracando farmacias y entrando y saliendo de la cárcel. Murió con 75 años, cuando complía condena por otro atraco.
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