Vivir duele más

Pájaros que se quedan | Crítica

El nuevo libro de viajes de Eduardo Jordá reúne en un solo volumen todos los géneros que ha transitado en su obra, combinados en un relato sobrio, conmovedor e impecablemente escrito

Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956).
Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956).

La ficha

Pájaros que se quedan. Eduardo Jordá. RBA. XV Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes. Barcelona, 2019. 256 páginas. 18 euros

Los buenos libros de viajes, como los que debemos a Eduardo Jordá o los que él mismo ha elogiado como modelos, debidos a la estirpe de los Leigh Fermor, Chatwin y compañía, suelen ofrecer un contenido híbrido o misceláneo, consustancial a un género que en mano de sus grandes cultivadores va mucho más allá de la sucesión de impresiones sobre el terreno. Todos los de Jordá –Tánger (1993), Norte Grande (2002), Lugares que no cambian (2004), también hasta cierto punto los diarios recogidos en Terra incognita (1997) y Canciones gitanas (2000) o la colección de piezas reunidas en Después de la tormenta (2008)– responden a este patrón que en Pájaros que se quedan ha alcanzado a nuestro juicio su más alta expresión hasta la fecha. De hecho, aunque se trata también de un libro de viajes, el nuevo de Jordá es muchas otras cosas y tampoco, en rigor, puede definirse como una suma o mescolanza de géneros, pues el discurso del narrador –hablamos de un autor que siempre cuenta– construye desde el principio un engranaje ensamblado sobre recurrencias vertebradas por un sentido, lejos del procedimiento lineal y acumulativo de los cronistas que se limitan a ejercer como tales.

La intensidad emocional remite menos al presente que al pasado que lo ha constituido

El libro tiene su origen en la estancia de un semestre que Jordá, entre cuyos oficios se cuenta el de profesor de escritura creativa –quien desee hacerse una idea de su capacidad analítica sólo tiene que abrir las páginas de Lo que tiene alas. De Gógol a Raymond Carver (2014), una luminosa colección de trabajos críticos con la que ganó el Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos– a la manera práctica de los campus norteamericanos, pasó en un college de Carlisle, Pensilvania, cuando los duros efectos de la crisis económica –ese año de 2012 de tan ingrato recuerdo– lo obligaron a aceptar la oferta de trabajo de un departamento de Español a tantos miles de kilómetros de su familia. La residencia dura sólo esos seis meses en los que el professor Jorda, "con el visado J-1 de estancia y con el número 58-47-3803 de la Seguridad Social", se sumerge en la vida estadounidense en toda su contradictoria diversidad, pero el arco temporal del relato es bastante más amplio y se remonta a un episodio de la infancia, cuando el padre del autor le dijo que iban a mudarse a América y el niño se hizo durante unos días la ilusión, finalmente vana, de trasladarse al país casi mítico de los mapas ilustrados. Y es esta conexión entre aquel viaje no realizado de 1965 y el ahora imprevisto pero obligado por las circunstancias lo que le da al libro ese sentido profundo al que nos referíamos, una intensidad emocional que remite –como el título del libro, tomado del poema 335 de Emily Dickinson– menos al presente del profesor que al pasado que lo ha constituido.

Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, 1830 - 1886) a los 16 años.
Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, 1830 - 1886) a los 16 años.
Frente al egoísmo y la autocomplacencia, Jordá reivindica la lección desusada de la entrega

La mirada de Jordá tiene siempre una cualidad moral, pero tanto o más importante que esa disposición compasiva que caracteriza al narrador es la limpia escritura en la que se refleja, una constante en todos sus libros de cualquier género que alcanza aquí, ya lo hemos dicho, su expresión más depurada. La prosa sustantiva, sin aderezos de Jordá elude como de costumbre las digresiones especulativas y muestra su habitual predilección por los detalles precisos. En lo que tiene también de aproximación sociológica, el relato está libre de la enfadosa presunción europea y se ocupa, sin prejuicios ni complejos de superioridad, de entender los sentimientos y las motivaciones de la gente corriente, no los señores catedráticos o las personas principales sino el común que sobrevive como puede o naufraga en los estratos más bajos de la escala. La perfecta estructura circular, el retrato de personajes, la delicada atención a los matices, todo contribuye a hacer de Pájaros que se quedan un libro memorable. Los dos impresionantes poemas de Jordá que se transcriben en sendos capítulos –"Cemetery Ridge", sobre la épica y sangrienta batalla de Gettysburg, y "Woody Guthrie en el Hospital estatal de Brooklyn", sobre las penosas postrimerías del músico–, anteceden al citado y hermoso –bien que oscuro y enigmático, como todos los suyos– de la gran Dickinson, con sus extraños guiones y mayúsculas: "No es Morir lo que más duele– / Es vivir –nos duele más– / Pero Morir –es algo distinto– / Oculto tras la Puerta // La Costumbre del Sur –del Pájaro– / Que antes de que llegue la Helada– / Acepta una mejor Latitud– / Somos –los pájaros– que se quedan...". Esto es, sugiere el autor, son no los muertos sino los vivos los que se quedan solos. Frente al crudo egoísmo y la boba autocomplacencia de todos esos discursos con los que los charlatanes nos animan a cuidarnos, a hacer valer nuestros merecimientos, a aprovechar las oportunidades personales, Jordá propone y reivindica la lección desusada de la entrega.

Un emocionado réquiem

Gracias a Pregúntale a la noche, una excelente novela que pese a haber obtenido el Premio Málaga de 2007 no logró en su momento la repercusión que merecía, quizá porque las novelas excelentes no suelen ser tan celebradas como las resultonas, supimos de la costumbre que tenía el padre homónimo de Eduardo Jordá de dedicar sus vacaciones de verano a trabajar desinteresadamente en los hospitales de Burundi. Inspirada por el recuerdo de los escenarios y personajes conocidos en una de aquellas estancias en la que el entonces veinteañero acompañó a su padre, en julio de 1982, durante la cual el cirujano operó a los niños aquejados de poliomelitis que residían en un centro gestionado por monjas nativas de Gitega, la novela recreaba la terrible guerra civil que enfrentó a hutus y tutsis más de una década después, en Burundi y en Ruanda, cuyas espantosas imágenes compartieron el protagonismo de la crónica negra internacional con los conflictos derivados de la descomposición de Yugoslavia –en ambos casos volvía a hablarse de genocidio, la variante más feroz y desalmada que adoptan las operaciones de limpieza étnica, aunque otras más sigilosas sean igualmente condenables– en los ya remotos telediarios de los noventa. El novelista recordaba haber tratado desde niño a otros médicos y enfermeros del país africano que viajaban para formarse a Palma de Mallorca, ciudad de procedencia de algunos de los misioneros con los que su padre tenía amistad y que del mismo modo que él empleaban su tiempo –antes de que existieran las redes de cooperación ligadas a las organizaciones no gubernamentales, tan absurdamente confrontadas con las iniciativas de los religiosos por esos nuevos biempensantes que no han echado en su vida una mano a nadie– en ayudar a las comunidades necesitadas. El retrato de ese padre médico, "protagonista secreto" de Pájaros que se quedan –no por casualidad dedicado por el autor a sus propios hijos–, brilla en el hermosísimo epílogo que es también un emocionado réquiem, un testimonio de piedad filial y el acta de una reconciliación acaso póstuma.

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