Milan Kundera: el artículo de la gratitud sin olvido
OBITUARIO
Según César Aira, el casi centenario filósofo francés Fontenelle dijo que no hay pena que resista a un rato de lectura. Esto sólo valdría para quienes tenemos una adicción incurable a la lectura, claro, capaces de aislar las penas o congojas por las preocupaciones con abrir un libro y ponernos a leer. Así lo creía hasta que el verano de 2012 me puso contra las cuerdas. Mi padre, que había enfermado de cáncer un año antes, empezó a meter, a principios de aquel verano, el segundo pie en el estribo del caballo que se lo llevaría en sus estertores, casi mediado septiembre. Por más libros que abría, ninguno atenuaba ni ponía entre paréntesis el dolor de ver cómo la muerte iba adueñándose de sus días. Todos se me caían de las manos. Hasta que abrí uno de Milan Kundera, el escritor checo que acaba de morir y que como él, casualidades de la vida, también nació en 1929.
Durante aquel largo y pálido verano fui leyendo uno tras otro todos los libros de Kundera, en los bonitos tomos de cubiertas ajedrezadas de la colección de bolsillo, entonces, de la editorial Tusquets. Nunca antes había leído ninguna de sus obras, ni siquiera la celebérrima La insoportable levedad del ser, cuya versión cinematográfica vi una tarde triste, solitaria y primaveral, cuando no sabía qué diablos estudiar, con el examen de selectividad ya en ciernes, en el desaparecido cine Bécquer, y que, pese a la atractiva presencia de Juliette Binoche, se me hizo tan pesada que enterró cualquier interés por leer la novela. Un cuarto de siglo más tarde sí la leí, como La broma, El libro de los amores ridículos, La inmortalidad, La despedida, todos hasta El libro de la risa y el olvido, que había empezado cuando a mi padre, tan cervantino sin saberlo, lo alcanzó la muerte pese a su desbocado deseo de vivir. Y empezado estuvo hasta que finalmente lo acabé, no sólo por gratitud a quien tanto había aligerado la pesadumbre de aquellas semanas moribundas, sino porque es uno de sus mejores libros, de los más profundos y divertidos.
Kundera quizá fue de los primeros escritores que hizo palpable una de las seis propuestas literarias que Italo Calvino lanzó por entonces para el próximo milenio, la de la levedad. Una levedad no exenta de profundidad. Una propuesta que, si se mira con perspectiva, era poco novedosa, tan vieja ya que Plauto, y Rabelais, y Cervantes, y Sterne, y Chejov, la habían realizado, pues todos ellos, y algunos más, conjugan a la perfección la ligereza en el tono y en las tramas con la hondura en la reflexión y unos destellantes fogonazos que iluminan las zonas en penumbra de la vida humana. Kundera pertenece a esta estirpe y quizá por esto, pienso ahora, atenuó la gravedad de aquel verano, me hizo flotar cuando todo conducía a la zozobra, o al hundimiento, y le dio la razón al viejo Fontenelle, su paisano de lengua, rescatando a ratos a este lector que le tendrá una perenne gratitud sin olvido.
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