Buscar en Google un retrato de Louis Braille
El trabajo de los ojos | Crítica
A partir del estrabismo de la autora, Mercedes Halfon explora en este breve y poético ensayo la relación entre mirada y escritura
La ficha
'El trabajo de los ojos'. Mercedes Halfon. Las Afueras. Barcelona, 2019. 104 páginas. 15 euros
"El año pasado murió mi oculista". El trabajo de los ojos comienza de una manera irrefutable. En la muerte "hay un punto oscuro, un principio rocoso desde donde cae a un fondo de pantano inaccesible". Se suele relacionar, de hecho, con la oscuridad, con quedarse dormido para siempre y ya no ver nada. "A veces creo que la vista es un bien de ese tipo", escribe Mercedes Halfon. "Irrefutable". La protagonista de este ensayo poético y autobiográfico padece estrabismo, acompañado por astigmatismo e hipermetropía como hijitos que le han salido. Balzaretti, su oculista muerto, fue quien se empeñó en que la niña Mercedes no se operara –como sí hicieron su madre y su hermano– confiando en que su ojo, desviado hacia dentro, fuese desplazándose hacia un afuera. Efectivamente, llegada la adolescencia volvió a su lugar, entendiendo su lugar como el centro. "No quedé bien, pero, tal como anticipó Balzaretti, la cirugía hubiera sido peor". Busco en Google fotos de Mercedes Halfon en busca del rastro estrábico. No lo veo. Espera, sí. Podría ser, no sé. Dios mío, ¿qué me ha hecho la autoficción? No importa, me ha gustado buscarla. Cuando ella se fijó en Cortázar también fue directa a sus ojos: "nítidos, saltones, ligeramente separados, fijos".
El trabajo de los ojos es un libro espinoso, tiene pinchos y aguijones. Las peores pesadillas –exceptuando las dentales– tienen que ver con eso, con los ojos: la lobotomía de Frances Farmer, la navaja que saca el ojo de vaca de la cuenca de Simone Mareuil en Un perro andaluz, el aparato que mantiene abiertos los ojos de Malcolm McDowell en La naranja mecánica –durante el rodaje de esta escena se rasgó la córnea–. Mientras voy escribiendo me percato de que todos los ejemplos que doy son cinematográficos porque yo sé que mucha gente los podrá visualizar. Alison Landsberg llama memoria protésica a aquella generada por la cultura de masas que nos permite tender puentes con el Otro al poder recordar ambos como propias experiencias que no hemos vivido pero sí visto. Mercedes Halfon prefiere otras referencias: me hace buscar los ojos cerrados de Louis Braille, que a los 14 años inventó el sistema para que los invidentes pudieran leer y quedó inmortalizado así, como un niño de fotografía de difunto tras clavarse un punzón en el ojo derecho siendo casi un bebé. Recuerdo los ojos desviados de Borges; había olvidado que Edipo se arrancó los ojos con un alfiler del vestido de su esposa-madre; descubro que Joyce se sometió a 25 operaciones en vano porque, finalmente, se quedó prácticamente ciego.
Cómo iba a saber que los mayas ponían bolitas en los lagrimales de los recién nacidos para que así se les desviara la mirada porque les parecía muy elegante; que Plateau, científico de la visión, mantuvo fija la vista en el sol sin protegerse hasta provocarse una ceguera total (¿no hay aquí una novela?, ¿no es éste el destino fatal de una obsesión?). Reparo en que Santa Lucía lleva, entre otros atributos, una bandeja con dos ojos como recién arrancados de sus órbitas. Y hay más sobre Goethe, La Chilindrina, Chaplin, Georg Bartisch, Homero, Sartre, Néstor Kirchner. Tiene una pesadilla la narradora: se refriega los ojos porque le pican y comprueba con horror que tiene Gillettes en las puntas de los dedos. Son imágenes violentas y morbosas, difíciles de ahuyentar, que se clavan en los ojos aunque no las estemos viendo, sino leyendo. Gracias a la óptica de este libro de apenas cien páginas consigo ver lo que la autora, desde su diferencia, me propone. Se amplía así la memoria protésica sobre la que Landsberg teoriza: leemos a Halfon un poco más estrábicos, con los ojos hacia dentro de las páginas de un nuevo universo que, además, abarca otros asuntos aledaños: la relación entre mirada y escritura, sus miedos y obsesiones como madre primeriza o su pesar, consciente pero resignado, ante una madre que empieza a mostrar signos de senilidad y de pérdida de visión.
Belén Bermejo, una editora muy querida, ante las fatigas de los escritores por "no poder escribir", por el dolor que les produce, recuerda: "Sólo son libros". La escritora Elia Barceló dice en una entrevista, contundente: "Si escribir es sufrir, pues no escribas, el mundo puede vivir sin tu novela". Tienen razón. Pero, muy lejos de afectaciones varias, creo que los libros que se escriben desde la enfermedad, y no precisamente para recrearse en ella, contienen una verdad incontestable y vapuleadora: lo hizo, por ejemplo, Begoña Huertas en El desconcierto, quien, enferma de cáncer de colon, buscó el diálogo con otros enfermos –la comprensión, en realidad, porque sólo los enfermos pueden entenderse entre ellos–. Tras rastrear la historia de la literatura, se pregunta por qué hay enfermedades mejor vistas que otras, con mayor glamur y bohemia, como la tuberculosis, casi una enfermedad del alma, y por qué, al contrario, se lee tan poco sobre inconvenientes físicos, por qué la ficción muestra esa indiferencia por el dolor, por los cuerpos magullados.
Pienso ahora que pocas enfermedades hay como las de los ojos tan mediadas por la moda y el mercado: las lentes y sus monturas nos invitan a nuevas revisiones, y a mayor graduación nuevo modelo de gafas, chin-chin, ahora dos por uno, unas son para ti y otras para quien quieras tú. Los oftalmólogos, además, como apunta Halfon, "son como matemáticos o artistas": "Salvo su vertiente quirúrgica, el oculista sólo trata con cifras, cristales, transparencias. Es la estilización de la medicina". La visita a la óptica puede ser, incluso, emocionante. Y sin embargo, cuán violento se nos hace ver al tuerto, al ciego de la mirada manchada o los ojos desviados ("tengo la impresión de que la disminución visual, cuyo último eslabón es la ceguera, es una caída hacia adentro de la persona"). Halfon nos clava agujitas en este libro, nos recuerda el valor de nuestra historia clínica como relato y también lo relativo de la normalidad: con el paso del tiempo casi todos padecemos presbicia –esto es, vista cansada– y son entonces menos los que no llevan gafas que los que las llevan.
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