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'Los nombres propios'. Marta Jiménez Serrano. Sexto Piso. Madrid, 2021. 236 páginas. 18 euros
Un retrato generacional que es, a su vez, el retrato de una época. Así se podría resumir Los nombres propios, primera novela de la filóloga, editora y escritora Marta Jiménez Serrano. La autora nos sumerge en la historia de una niña nacida en la década de los 90, que crece en los primeros 2000, y que se hace mujer en los años posteriores a la crisis de 2008, con una generación cuyas aspiraciones han sido frustradas y cuyo ánimo general es el de la apatía y el desencanto. Con su protagonista, y a través de cuatro capítulos, la escritora nos resume una biografía –infancia, adolescencia, juventud, madurez– que es testimonio de un tiempo lleno de cambios, de incertidumbres, de incógnitas.
Marta será también el nombre del personaje principal de Los nombres propios, novela en la que percibimos dosis de autobiografía, pero cuya narración podría ser la de cualquier niño, niña, adolescente o joven que haya crecido y vivido en los últimos 20 o 30 años. Ahí uno de sus valores. No se trata de un testimonio estándar, irrelevante, personal –o impersonal–. No es una confesión sin interés. La cita de Woolf, con la que se inicia la novela, es un buen ejemplo de lo que nos vamos a encontrar.
En Los nombres propios leemos logradísimas expresiones que nos retrotraen a paisajes de la infancia, en una serie de descripciones y de lugares que todos llevamos en la memoria: el verano, acudir al trabajo de nuestros padres, las compañías familiares, nuestros miedos de niños. Emocionantes y simpáticos los diálogos en los que la protagonista juega en la casa de veraneo, y muy notable la manera de contar la muerte de Diana de Gales. Un hecho que le sirve a la autora para reflexionar acerca de las primeras veces en las que los niños se enfrentan al nombre de la muerte, a la tragedia. Cómo van abandonando sus inocencias y cómo gestionan esa ignorancia –con mezcla de culpa y de vergüenza–. Marta no sabe quién es Lady Di. Se siente menos al no entender qué está pasando a su alrededor. Hasta que sus padres se lo explican. Cuando su hermana pequeña se despierta, e igualmente pregunta quién es Lady Di, Marta, rápida, se lo cuenta con soberbia y asombro: "Lady Di, por favor, si es superconocida".
Una fórmula que funciona en la novela es la de la narradora omnisciente. Una narradora que es la propia protagonista, adulta ya, y que habla con la niña que fue. Aquella le va contando a esta las emociones que siente, la vida que va inaugurando. Le enseña, así es, los nombres propios: amor, tristeza, desencanto, ilusión, entusiasmo. También nos adelanta lo que Marta vivirá. A los 16, a los 29. Nos adelanta los novios que la protagonista tendrá, las fiestas a las que acudirá, las amistades que se convertirán en decepciones, el futuro académico y laboral que espera. Es difícil no verse reflejado en estas páginas. En esta historia estructurada con solvencia –ahí se nota el oficio, las lecturas, la literatura–, con sutiles analogías entre las edades que se van sucediendo –la infancia, la madurez– y que el lector averiguará por su cuenta.
Los nombres propios se irán conociendo a lo largo del relato. También en la adolescencia. Donde Marta conoce a ese amor que todos nosotros también conocimos. Un amor que nos educa en lo sentimental, en lo sexual, en lo afectivo –en lo bueno y en lo malo–. Un punto de inflexión para la vida adulta. Si la muerte en la infancia forma parte de una explicación paterna, de los telediarios, de casi una lección con la que presumir con los hermanos, en la adolescencia va tomando otro registro, otro tono. Y junto con la muerte, el dolor de las múltiples decepciones que vivimos, de los temores a los que nos enfrentamos: de los exámenes a las relaciones sociales, de las enfermedades a la conciencia del paso del tiempo. Es la época del cambio, de las transformaciones, para los personajes de la novela, al igual que hubo cambios y transformaciones en aquellos años de "revolución digital", de mensajes con lenguajes abreviados, de tecnologías que anticiparán nuevas realidades –redes sociales, internet–. Es curioso: hay un mundo que evoluciona y unas vidas que también van avanzando, que crecen. En una simetría entre el tiempo global y el tiempo que pertenece al ámbito de la protagonista –que es el de una generación, millennial en este caso–.
Y al final todo se complica. Y vienen nuevas decisiones. Primeros trabajos –precarios–, una vida a la que se le va viendo el argumento de la obra –por citar el muy citado poema de Gil de Biedma–. Marta ha crecido y las expectativas que fueron ya no son tan ilusionantes ni esperanzadoras. Es la realidad de una joven excelente que vive de sus padres a pesar de los varios trabajos que va encadenando en una jornada laboral que no tiene límites. Es el crudo contexto que hoy día sobrevive, y que abre debates en Twitter y artículos y noticias en los periódicos. Los nombres propios ahora son los del tedio, la monotonía, la duda, el piso compartido, la treintena. Y un horizonte al que se le adivina el precipicio y que nadie sabe muy bien cómo afrontar.
En Los nombres propios, la escritora Marta Jiménez Serrano, al igual que la narradora omnisciente de su novela, nos va descubriendo las palabras que definen una época, una generación. Con una historia bien resuelta a la que se le notan las horas de dedicación y de oficio: desde su apertura a sus símiles, desde su desarrollo hasta su conmovedor cierre. Entre sus capítulos nos iremos por una especie de diccionario generacional, el de los nacidos a finales de los 80 y principios de los 90. Un diccionario generacional donde se une historia, sociología y literatura para ofrecernos una novela notable y de interés.
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