Encuentro de la Fundación Cajasol
Las Jornadas Cervantinas acercan el lado más desconocido de Cervantes en Castro del Río (Córdoba)
El alma de las flores | Crítica
'El alma de las flores'. Kaneko Misuzu. Traducción, selección y prólogo de Yumi Hoshino y María José Ferrada. Satori Ediciones. Gijón, 2019. 138 páginas. 18 euros
El Consejo de Publicidad de Japón decidió en 2011, tras el terrible terremoto y posterior tsunami que asoló el país, retransmitir por televisión un poema que sirviera para tranquilizar y aliviar la tristeza de una población que convivía esos días con el miedo y la desolación. El texto elegido fue el poema Eres un eco, una sencilla y emocionante composición de la poeta Kaneko Misuzu (1903-1930). Versos para recomponer el alma, para reconciliarse con la naturaleza, para acercase a los otros, para reconocer que no se está solo ante la adversidad: "Digo Lo siento / dices Lo siento. // ¿Eres un eco? / No, eres todo el mundo".
Kaneko Misuzu es una poeta querida y admirada en su país. Su historia es la de muchas otras mujeres artistas, imaginativas e inteligentes, que ven frustrada su carrera por las exigencias de una sociedad patriarcal que las relega y anula. Su obra estuvo desaparecida durante mucho tiempo –guardada en el cajón de un familiar al que la poeta entregó sus cuadernos, con más de 500 poemas, antes de suicidarse a la edad de 27 años–, hasta que el azar y la intuición del poeta y estudioso Setsuo Yazaki la recuperó, tras una ardua investigación de casi dos décadas. Habían pasado 50 años desde su muerte.
¿Pero quién es esta autora capaz de conmover a todo un país en uno de los momentos más complicados de su historia reciente? Kaneko Misuzu representa la fuerza de la inocencia, la profundidad de lo sencillo, la belleza sin alardes, la compasión sincera, la comprensión honda de todo lo que vive, por muy pequeño e insignificante que parezca.
El alma de las flores nos acerca por primera vez en nuestra lengua –gracias al riguroso trabajo de selección y traducción de Yumi Hoshino y María José Ferrada– a la conmovedora voz de una mujer criada entre libros, de una sensibilidad apabullante, que llegó a la poesía de manera natural y que tuvo que abandonarla por imposición de su marido: el mismo que la engañaba y le contagió una enfermedad de transmisión sexual que debilitó su cuerpo, y que le quitó a su única hija para consumir definitivamente su espíritu.
No encontramos, no obstante, en su obra desgarro o pesadumbre. En sus poemas pesa, sobre todo, la energía de su infancia y juventud de estudiante y atenta lectora, también de obras occidentales. Su mirada poética es la de la niña que todo lo ve por primera vez y sus composiciones, dirigidas en principio a un público infantil, son capaces de superar una primera lectura candorosa para ahondar en los secretos de la vida y de las emociones humanas.
La escritora se crió en un pequeño pueblo de pescadores. Su mundo es la naturaleza, el patio de su casa donde pela habas y escucha cómo regañan a su vecino (El niño de al lado). Sus escenarios son los campos o los alrededores del cementerio "donde la vieja cerca de barro / se desmorona / y ves / la cima de las tumbas" (Algo bueno). Todo encaja en este paisaje personal, a veces idealizado, que no implica, sin embargo, una renuncia a lo cotidiano.
No conviene engañarse por la aparente sencillez, por el aire de cancioncillas para niños. La mayoría de los poemas guarda una elocuente reflexión que trasciende la belleza, que eleva el pensamiento, que consigue dar un nuevo sentido a todo cuanto nos rodea. La luminosidad de estas composiciones es sólo aparente. Muchas de ellas están atravesadas por la nostalgia y la tristeza, también por el remordimiento (Un perro).
Sus versos prestan voz a los peces y las flores –esas que "hasta nos regalan sus restos mortales / para preparar la comida / con la que jugamos a ser madres" (El alma de las flores)–, a la nieve y las pequeñas abejas capaces de contener a un Dios; pero también a los postes del telégrafo, y hasta a las piedras: "Piedra, tumbada allí / en el camino del campo, / bajo la roja puesta de sol, / ¡nada te importa!" (Piedra).
La mirada poética de la autora es eminentemente empática, tremendamente respetuosa. Todos los seres vivos están para ella al mismo nivel. Con perros e insectos –viene a decirnos– compartimos el sol que nos calienta, la nieve que nos estremece, el aire que nos alienta, pero también la pena y la alegría, la ilusión y el desasosiego. Para Kaneko Misuzu, hasta las sardinas tienen corazón, como nos apunta en el conmovedor poema Gran captura: "Gran captura, / gran captura de sardinas. / Arriba en la playa / hay una fiesta, / pero en el mar / celebrarán funerales / por decenas de miles".
"La poesía de Japón tiene su semilla en el corazón humano donde germina hasta crecer en las hojas de las innumerables palabras", aseguraba Ki no Tsurayuki en el año 905. Diez siglos después, Kaneko Misuzu siguió la estela de los grandes poetas japoneses y ofreció su corazón como fértil semillero de flores nuevas. Sus composiciones sencillas y refinadas aún siguen prestando aliento a los pequeños y grandes misterios de la vida.
También te puede interesar
Encuentro de la Fundación Cajasol
Las Jornadas Cervantinas acercan el lado más desconocido de Cervantes en Castro del Río (Córdoba)
Marco Socías | Crítica
Guitarra elegante y elocuente
Lo último