El intermediario y el flâneur

Memorias de un vendedor de cuadros

Renacimiento rescata un libro extraordinario y no menos divertido, 'Memorias de un vendedor de cuadros' de Ambroise Vollard, marchante de la gran pintura y escultura del entresiglo europeo de las vanguardias

Vollard retratado por Picasso en 1910
Vollard retratado por Picasso en 1910
Manuel Gregorio González

20 de marzo 2022 - 06:00

La ficha

Memorias de un vendedor de cuadros. Ambroise Vollard. Trad. Rafael Vázquez-Zamora. Prólogo de Blanca Ripoll Sintes. Renacimiento, Sevilla, 2022. 424 páginas. 24,90 €

Renacimiento recupera un libro de difícil hallazgo y de feliz lectura. Se trata de las Memorias de un vendedor de cuadros de Ambrois Vollard, acaso el más célebre marchante del siglo pasado, si exceptuamos al abnegado y trágico Theo van Gogh, cuya labor culminaría, con mucha mayor fortuna, el propio Vollard, y en torno al cual se aglutinarían los grandes nombres del arte contemporáneo, desde Renoir y Degas al magisterio total de Picasso, quien lo retrataría, como sabemos, en el año10, el año del cometa Halley. En tal sentido, podríamos recordar otros nombres que pastorearon o reobraron sobre una parte muy específica de la vanguardia. Ya sea el el art brut de Dubufett o el arte de los locos de Szeemann, ambos se aprovecharon de una obra capital del surrealismo: las Expresiones de la locura del pisquiatra Hans Prinzhorn, que venían ilustradas por las pinturas de sus pacientes, y de las que Max Ernst, entre otros, extraería un enorme provecho para su particular iconografía de lo inconsciente.

Nada más lejos que estas Memorias de Vollard de aquella melancólica indagación (la vasta sombra de Freud, que se detuvo y mucho sobre el arte, aún lo tintaba todo con su anómala requisitoria de lo humano). Muy al contrario, Vollard es un hombre irónico y ligero, que guarda una saludable distancia con sus logros, y de la cual se desprende un humor punzante, vivaz y sosegado. Quiere decirse, pues, que el lector hallará en estas memorias algo así como la contraparte o la tramoya de cuanto hemos leído en las apreciaciones de Cézanne, en la correspondencia de Gauguin y de Van Gogh, o en las notas, juveniles y fúnebres, de Edvard Munch.

El lector hallará aquí el huecograbado de cuanto leímos en Cézanne, en Gauguin, en Van Gogh o en Edvard Munch

Como es lógico, Vollard está más próximo a la alegría de Gauguin que a la angustiada intimidad de Van Gogh. Si bien es cierto que en Gauguin hay algo de magnífico granuja, frívolo e impostado, que no puede decirse, en modo alguno, de Vollard, cuyo talento, en su sentido más profundo, era el talento del observador, del espectador, del flanêur. Pero de un flanêur, no entusiasta ni exaltado como lo fueron Poe, Baudelaire o en el propio Benjamin; sino un flanêur más reticente y discreto; vale decir, más perspicaz.

Sea por una cosa o por la otra, lo cierto es que estos recuerdos de Voillard, publicados en 1936 en inglés, y un año más tarde en su francés original, no llegarán a nuestro idioma hasta una década más tarde en la editorial Destino. Y será Pla, según nos recuerda Blanca Ripoll en un prólogo refinado y breve, quien dé noticia dé su publicación en la revista del mismo nombre. El indudable interés de Vollard, en todo caso, es este de ofrecer al lector, no un comentario más o menos juicioso sobre las vanguardias que conoció, sino aquella maestría, en buena medida pictórica, que exhibe en el paisaje y el retrato. El paisaje, como ya imaginará el lector, es el paisaje urbano donde se concitó, por un momento, la vigorosa anomalía de las vanguardias (Rouault, Signac, Cézanne, Lautrec, Pissarro, Renoir, Manet, Gauguin, Aristide Maillol, Mauricio Vlaminck...); El retrato, por su parte, será un abocetado exacto de aquellos personajes, expuestos en tanto que seres humanos, brillantes, ingenuos, ridículos o vanidosos, pero nunca como el busto amonedado de los libros de arte. En tal sentido, el Picasso que aparece por primera vez en estas páginas es un Picasso adolescente, cuyas obras tardarán aún mucho en venderse. Y el retrato del último Degas, casi ciego y con problemas de vegija, es, sencillamente, extraordinario. También el minucioso Cézanne que retrata a Vollard y le exige una quietud inhumana. “Y, tras ciento quince sesiones -concluye Vollard-, Cézanne me dijo con satisfacción: 'no estoy descontento de la pechera de la camisa...'”.

El propio Benjamin, antes citado, quizá mirara con prevención la figura de este marchante que barajaba el arte contemporáneo y lo convertía en mercancía para connoisseurs y diletantes, cuando el arte, según su criterio, era ya el arte mancomunado y otro del cinematógrafo. Sin embargo, este alegre Vollard es quien sugiere la Suite Vollard de Picasso; quien trae una hora de esplendor al viejo y venerable arte del grabado y el lienzo. El mismo hombre que comprende, en su misteriosa enormidad, la cálida pureza de Rousseau el Aduanero.

Del XIX al XX

En estas páginas, de inagotable diversión, nos encontramos que Vollard es uno de los actores principales de un vasto e inadvertido drama: aquel que lleva el arte, desde una veneración, vagamente atmosférica, a la herencia mimética de Grecia y Roma, hacia el rigor lineal, hacia el sueño futurista, ayuno de tradiciones, de la vanguardia. Dicha aventura viene aquí formulada de muy distintos modos. Ninguno, acaso, tan deslumbrante, tan paradójico, tan misterioso y opaco, como en Rousseau el Aduanero. Cuenta Vollard que el buen Rousseau se libró del cargo de haber falsificado un cheque cuando los agentes enseñaron al juez una de sus obras. Y también que el propio Rousseau le pedirá a Vollard algo así como un certificado de pintor, algún papel respetable, para poder pedir la mano su novia. Una novia que, por entonces, tenía ya más de cincuenta años... Lo cierto, en todo caso, es que este Rousseau, de inviolable inocencia, es quien devuelve su misterio a aquella Naturaleza roturada por el otro Rousseau, aquel Rousseau padre, entre romántico y afigarado, del Buen Salvaje.

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