La vida privada de H. G. Wells
Un hombre con atributos | Crítica
David Lodge se mete en la piel del autor de 'La guerra de los mundos' para recrear la intimidad de un hombre que escandalizó a sus contemporáneos por su defensa y práctica del amor libre
La ficha
Un hombre con atributos. David Lodge. Trad. Mariano Peyrou. Impedimenta. Madrid, 2019. 600 páginas. 28 euros
Su nombre ha quedado unido al de las brillantes narraciones donde quien fuera uno de los padres de la novela de anticipación previó un futuro dominado por la tecnología en el que serían posibles los viajes en el tiempo, la colonización de la luna o la invasión del planeta por perversos alienígenas, pero en su época H. G. Wells fue mucho más que un escritor imaginativo al que los avances posteriores –aunque no siempre acertara en sus predicciones– dieron fama de visionario. Sus novelas más recordadas, todas de la primera etapa, inciden en este perfil de precursor de la después llamada ficción científica, obras todavía populares y muchas veces adaptadas como La máquina del tiempo (1895), La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897) o La guerra de los mundos (1898), pero Wells fue un autor muy prolífico que también cultivó otros registros –el humor de estirpe dickensiana, la novela social, la divulgación histórica– y dedicó buena parte de su tiempo a la difusión de sus ideas progresistas, llegando a convertirse en uno de los intelectuales más influyentes de las primeras décadas del siglo. Otra parte no pequeña la dedicó, con entusiasmo indesmayable, a poner en práctica sus sólidas convicciones sobre el derecho al placer de las mujeres emancipadas.
Es esta última faceta de su personalidad, ciertamente llamativa y desde luego escandalosa para sus contemporáneos, la que más ha interesado a David Lodge a la hora de plantear una deliciosa novela biográfica donde el británico aborda la trayectoria de su predecesor con esa regocijante mezcla de erudición e ironía que ya conocíamos por una obra anterior –¡El autor, el autor! (2004)– en la que contaba la historia del rotundo fracaso de Henry James como dramaturgo, enfrentado al tardío e insospechado éxito de su buen amigo George du Maurier. Inolvidable satirista de la vida académica, Lodge es un verdadero maestro del humour y su aproximación a la contradictoria figura de Wells –Un hombre con atributos (2011)– está a la altura de sus mejores novelas, aunque no contenga ficción propiamente dicha. Rigurosamente documentado, su retrato no deja de lado ninguna de las numerosas ocupaciones de H. G., como lo llamaban los íntimos, pero se centra sobre todo, como decíamos, en la muy activa vida amorosa de un convencido apóstol del feminismo que iba más allá de las aspiraciones políticas de las sufragistas y cuya idea de la sexualidad no era precisamente reproductiva.
Wells, dice Lodge, era bajito, ancho de caderas y no especialmente agraciado, pero más allá de su posición de preeminencia proyectaba una especie de magnetismo que sumado a su encanto personal y a su temperamento ardiente, para no mencionar otras cualidades, lo convertían en un hombre deseable que encadenó las relaciones con voracidad compulsiva. Se casó dos veces y logró persuadir a su segunda mujer y compañera hasta su muerte, Jane, de la conveniencia de que ella aceptara a las amantes que aliviaban su constante necesidad de sexo. En varios momentos estas desempeñaron el papel de esposas alternativas e incluso formaron familias en la sombra, con sus propias casas que H. G., ayudado por los elevados ingresos de sus libros, mantenía a resguardo de las miradas indiscretas. No era exactamente un canalla, aunque aplicaba el evangelio de la liberación de un modo egoísta que obedecía al capricho de los seductores vocacionales, excluía la reciprocidad por la parte femenina y optaba siempre, ante los problemas, por la comodidad propia. La caracterización de sus sucesivas parejas, estudiantes de mentalidad avanzada o autoras como la joven promesa Rebecca West –ya entonces excelente escritora, quizá el gran amor de su vida–, la también novelista Elizabeth von Arnim o la periodista holandesa Odette Keun, incluida una antigua aristócrata rusa, Moura, que resultó ser espía y probable agente doble, es tan precisa como la del propio Wells, que se entrevista a sí mismo –el procedimiento resulta artificioso, pero eficaz para mostrar las paradojas del carácter– y evalúa críticamente su comportamiento a lo largo de los años.
El relato comienza presentando al anciano, viudo septuagenario, que a finales de la Segunda Guerra Mundial se enfrenta a su propio final en la soledad de su domicilio en Regent's Park, de donde no ha querido moverse pese a los bombardeos, deprimido por los horrores de los últimos años, el desmoronamiento de sus sueños utópicos y la desatención o el menosprecio que han sufrido su figura y su obra. Es verdad que otros escritores de su generación, como Bennet, Galsworthy o hasta James, cuyo difícil estilo elevado se había permitido parodiar, también pasaron de moda con el auge del modernismo, pero Wells siente ahora que su inquietud política le ha restado tiempo y valor a su literatura –en el periodo de entreguerras ha perdido popularidad y prestigio– y duda del lugar que le tiene reservado la posteridad. Ha recorrido un largo camino desde sus orígenes humildes, que siempre tuvo presentes. Ha trabajado duro y ha amado mucho, pero no puede evitar entregarse a la melancolía y desde ella rememora su laboriosa formación, sus incontables líos sentimentales, la publicación de las obras que le dieron la fama o sus campañas en favor de un Gobierno Mundial, que parecieron empezar a cumplirse con la Sociedad de Naciones pero se vieron pronto desmentidas.
Especial interés, porque además interfieren con sus actividades sexuales, tienen las páginas dedicadas a la relación de Wells con la Sociedad Fabiana, a la que perteneció por un tiempo antes de distanciarse del credo gradualista –o literalmente retardatario– de los Webb, Shaw y compañía. Cómica pero a la vez muy lúcida, la descripción que hace Lodge del enfrentamiento entre la vieja guardia –socialistas acomodados que en el fondo desconfiaban de las clases populares– y los que como Wells, tachado no sin motivos de libertino, deseaban darle a la asociación un rumbo menos teórico y autocomplaciente, define a la perfección el humus del que surgiría el primer laborismo. En sus obras el novelista atemperaba la defensa del amor libre, pero su vida privada, permanentemente ocupada en relaciones triangulares, no dejaba lugar a dudas. Hacia la última etapa, el decidido partidario del progreso, abrumado por los desastres de la guerra y por su decadencia física, vira hacia el pesimismo y abandona su visión materialista para abrazar una espiritualidad difusa. El conmovedor retrato de postrimerías evoca la desolación final de un hombre que llenó su tiempo y es ya una sombra del pasado.
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