Una flor en la nieve

Dickens escogió fabular la esperanza y sus 'Cuentos de Navidad' nos recuerdan ese milagro hermoso e irreal.

Una flor en la nieve
Una flor en la nieve
Manuel Gregorio González

23 de diciembre 2012 - 05:00

Cuentos de Navidad. Charles Dickens. Traducción de Nuria Salinas. Ilustraciones de Javier Olivares. Mondadori. 526 págs. 25,90 euros.

Se recogen en este volumen cinco relatos navideños de Charles Dickens: Cuento de Navidad, Las campanas, El grillo del hogar, La batalla de la vida y El hechizado. Sin duda, el cuento más célebre, y aquél que prefigura nuestra moderna concepción de la Navidad, es su Christmas Carol, donde lo sobrenatural viene en servicio de la justicia. No obstante, en todos ellos sobrepuja la compasión y una humanidad también moderna. Con esto me refiero a la tantas veces señalada multitud de Londres, y a su nueva categoría de personaje literario. El hombre de la multitud de Poe, luego auspiciado por Baudelaire, hará de las calles de París el ámbito natural, el escenario insomne de un nuevo tipo de individuo: el mirón, el paseante, el flâneur que atraviesa la urbe sin otro objeto que contemplarla. El Londres de Charles Dickens (un Londres colosal, gélido, laberíntico, muy distinto de aquel Londres acogedor y tabernario de Pepys y Johnson), encontrará en la masa, en la explotación, en la alta humareda de las chimeneas, la infausta cifra de su siglo.

En ese estrépito germinarán las grandes ideologías de masas que coparon la primera mitad del XX. Y es fácil seguir el itinerario ideológico de aquellos debates en la obra de Dickens. Con esto no se quiere decir, en ningún modo, que el interés de Dickens radique en su carácter documental o histórico; sin embargo, cualquier obra compleja -y la de Dickens lo es en grado sumo-, muestra numerosas facetas susceptibles de ser analizadas. Así, en Las campanas, en Cuento de Navidad, en El hechizado, es notoria la expresión de cierto malthusianismo que entonces permeó a las clases ilustradas. También la asociación de fealdad y pobreza, de monstruosidad y crimen, que algo más tarde formularía Lombroso y que evidenció el caso de Joseph Merrik, el desdichado Hombre Elefante, al que quiso asociarse, por su deformidad, con los crímenes de Whitechapel. Todas esas capas de determinismo: la pobreza como una enfermedad hereditaria, la fealdad como el heraldo de la escasez, la desdicha y el oprobio, son recogidas en la obra de Dickens para ser refutadas constante y radicalmente. Charles Dickens, pues, construyó una vasta literatura con los materiales de su siglo; sin embargo, sobre la penuria y la desigualdad, sobre la miseria de sus congéneres, Dickens escogió novelar dos categorías inesperadas: la alegría y la generosidad. Escogió fabular la esperanza.

Observemos la novedad de este planteamiento: la compasión, en Dickens, no viene asociada a un personaje concreto, a una figura particularmente desgraciada. Viene asociada, por contra, a todo el género humano. Y esto es lo que distingue a Dickens de la antigua cáritas medieval: no se trata ya de un gesto singular, de un hecho individualizado; es, por contra, una forma de revelar la interna mecánica del mundo y sus lazos secretos. Sin las muchedumbres de Londres, sin la actividad fabril de la metrópoli, sin las nuevas ideologías que resultan de todo ello, no puede comprenderse esta compasión ecuménica, masiva, que alienta en Dickens. Una compasión, por otra parte, que no es sólo de carácter económico, y que tampoco se centra en las clases desfavorecidas. Muchos de los personajes más infortunados de Dickens, como Ebenezer Scrooge, son también los mejor situados en el Londres victoriano. Aquello que deplora Dickens es la sequedad del corazón. El pecado que denuncia es el más deshonesto de los pecados: la avaricia. Aún así, el mísero pecador, el pecho avariento del viejo Scrooge, encontrará su hora de redención y su felicidad perdida. Y ocurrirá, inevitablemente, en Navidad; porque la Navidad, digámoslo ya, es la catarsis que imagina Dickens para que el bien aflore, como un agua lustral, a la mirada de los hombres.

Pero antes es necesario que exista la memoria. Una memoria que sea, a un tiempo, recuerdo del dolor y sustento de la gratitud y la dicha. No en vano, es un recuerdo infantil el que rescata a Scrooge de su soledad calcinante; y es la memoria, junto con el perdón, lo que salvará al protagonista de El hechizado de un egoísmo frío e irremisible. También en Las campanas es su sencillo repicar quien le recuerda a Toby su lugar en el mundo. Es un caso común, por otra parte, que los grandes optimistas se vean ganados por la melancolía al final de sus vidas. Así ocurrió con Twain, con Dickens, con nuestro inolvidable Cunqueiro. En La declaración de George Silverman, Dickens parece resignado al triunfo de la injusticia y a la maldad ingénita de nuestra especie. Antes, sin embargo, Dickens ha creído en la bondad de la raza humana; ha creído en la remisión de los pecados y en una floración de la alegría, de la generosidad y la entrega, en el Londres nevado del XIX. Dickens ha creído que la magia es la expresión de fuerzas imbatibles y benéficas que duermen en el corazón del hombre. Ha creído, igualmente, que los niños, su frágil inocencia, es sagrada. Valle cantaría, algo más tarde, "Campana, campaniña / do Pico Sacro:/ toca porque florezca / a rosa do milagro". Ese milagro, hermoso e irreal, bien pudiera llamarse Charles Dickens.

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