La anarquía de los anaqueles

El desorden de los libros | Crítica

El bibliotecario y escritor italiano Massimo Gatta defiende el desorden de los libros en un ensayo erudito, chispeante y bienhumorado que evalúa los beneficios de la cohabitación indiscriminada

'Pensamientos', obra de John Henry Henshall (1883).
'Pensamientos', obra de John Henry Henshall (1883).

La ficha

El desorden de los libros. Massimo Gatta. Prólogo de Luigi Mascheroni. Epílogo de José Luis Melero. Traducción de Amelia Pérez de Villar. Fórcola. Madrid, 2021. 176 páginas. 16,50 euros

Existen muchos criterios de los que podemos servirnos a la hora de ordenar una biblioteca personal, por materias o predilecciones, por lenguas, ámbitos y literaturas, por secuencias alfabética, cronológica o híbrida, por sellos o formatos u otras características más o menos caprichosas o arbitrarias, pero a partir de un cierto número –no digamos si se trata de una o varias decenas de miles de ejemplares– ninguno de aquellos basta por sí solo para orientarnos entre los estantes superpoblados. Y de eso, del orden tal vez innecesario y del caos acaso deseable, habla Massimo Gatta en este ameno e ingenioso opúsculo, publicado por la misma editorial, Fórcola, que dio a conocer entre nosotros su Breve historia del marcapáginas, donde el bibliotecario y escritor italiano, estudioso de la historia de la edición y de otros aspectos referidos al mundo del libro, recopila jugosas consideraciones sobre la conveniencia o la inutilidad de poner barreras al campo.

El ensayista toma de Calasso la idea de que estamos ante un “tema altamente metafísico”

Cuando los libros se acumulan y desparraman por varias habitaciones o incluso varias casas, en el caso de los propietarios adinerados, el mejor criterio, sostiene Gatta, es no tener criterio ninguno, aunque lo que ocurre sea no tanto efecto de una renuncia previa como de la superposición del método inicial y de los sucesivos –toda biblioteca es un work in progress– en un confuso amasijo que acaba siendo ininteligible para cualquier persona ajena al artífice de la colección y hasta para él mismo. “¿Es en el desbarajuste donde se celebra la grandeza inexplicable del caos?”, se pregunta Giuseppe Marcenaro en uno de los epígrafes que abren El desorden de los libros, y la respuesta de Gatta es claramente afirmativa. Del breviario consagrado a la materia por Roberto Calasso, uno de los últimos títulos –Cómo ordenar una biblioteca (Anagrama)– que publicó en vida el gran editor de Adelphi, toma el ensayista la idea de que estamos ante un “tema altamente metafísico”, cuyas implicaciones no se limitan a la correcta disposición de los volúmenes, alineados como los estratos de un “conjunto geológico” que reproduciría los contornos de la propia biografía.

Un cierto “desorden creativo”, dictamina Gatta, “nos pone en contacto con lo divino”

Pese a las herramientas que ofrecen la célebre Clasificación Decimal Dewey y otros referentes de la biblioteconomía, aplicadas a las colecciones públicas, el azar y la casualidad desempeñan un papel no menor en las adquisiciones compulsivas de los bibliómanos –los libros se multiplican por obra del horror vacui, “entre el desorden y la entropía”– y convierten el propósito de catalogar una biblioteca privada en un empeño que tiene algo o bastante de utópico. Ahora bien, la “anarquía de los anaqueles” tiene también sus virtudes, entre los que Gatta menciona “el ansia, que favorece la circulación sanguínea, mantiene el corazón joven, aumenta la atención y produce adrenalina”; la “extraña serenidad” que proporciona el hallazgo a destiempo, cuando ya no se necesita; el efecto benéfico que la recompra de los ejemplares perdidos representa para la economía de editoriales y librerías, y la “promiscuidad total y absoluta” que resulta de la cohabitación indiscriminada. Un cierto “desorden creativo”, dictamina, ya lanzado, “nos pone en contacto con lo divino”.

Las bibliotecas personales son el verdadero hogar de cualquier amante de los libros

Borges, inevitablemente, y Aby Warburg –a quien debemos la “regla de oro” de la buena vecindad, según la cual el libro que más interesa es el que está al lado del que buscábamos– o Georges Perec, el minucioso y libérrimo autor de Pensar/clasificar, son algunos de los muchos escritores citados en un ensayo erudito pero chispeante y bienhumorado, repleto de referencias que usan del procedimiento enumerativo y encadenan las digresiones con un propósito no sistemático, sino decididamente lúdico. Tanto las notas como la valiosa bibliografía, pródiga en nombres italianos, ofrecen muchas pistas no consabidas. Leemos en fin las agudas disquisiciones de Gatta a propósito de las “casas de papel”, el verdadero hogar de cualquier amante de los libros, no sin justificada melancolía y tanto más en nuestra era digital, pues sabemos que el destino de casi todas las bibliotecas personales –ordenadas o desordenadas, muy pocas sobrevivirán a quienes las mantuvieron y alimentaron a lo largo de una vida– es la dispersión y en última instancia el olvido.

Billetes premiados

Volcado al castellano por uno de los traductores insignia de Fórcola, la también escritora Amelia Pérez de Villar, el breve recorrido de Gatta se presenta arropado por un prólogo cómplice de Luigi Mascheroni, de quien el autor cita un decálogo cuyo título, Una vita, troppi libri, expresa bien la íntima tragedia de los lectores compulsivos, y por un epílogo, contrario a su tesis, del ensayista y bibliófilo zaragozano José Luis Melero, bien conocido entre los enfermos del libro, como los ha llamado Miguel Albero. Leemos por lo tanto una brillante apología del desorden seguida de su razonada refutación, amable pero contundente. Para Melero, el fondo de esa defensa, acogida al magisterio de Calasso, puede ser muy literario y “quizá hasta deslumbrante”, pero no sería válido salvo para esos “bibliómanos acaparadores” –poco aficionados a pasar las páginas de los volúmenes adquiridos– que integran el “último escalón de la bibliofilia”. De poco sirve tener a la mano miles de libros si no logramos encontrar el que necesitamos en cada momento, una experiencia tan ingrata y descorazonadora, concluye muy gráficamente, como sería la de guardar y perder un billete premiado de lotería.

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