El vértigo de la chaladura

La conspiración de los conspiranoicos / Crítica

Situada en un Cádiz reconocible, la nueva novela de Felipe Benítez Reyes recrea los debates asociados a los meses de la pandemia desde la disparatada perspectiva de los negacionistas

Felipe Benítez Reyes retratado en su casa de Rota.
Felipe Benítez Reyes retratado en su casa de Rota. / Inés Real

Las fichas

La conspiración de los conspiranoicos. Felipe Benítez Reyes. Renacimiento. Sevilla, 2020. 264 páginas. 19,90 euros

Por regiones fingidas. Felipe Benítez Reyes. Renacimiento. Sevilla, 2020. 168 páginas. 16,90 euros

Escrita durante estos meses desquiciados de pandemia, confinamiento, rebrotes y quebrantos, al hilo de la cambiante actualidad de una historia cuyo final todavía desconocemos, la nueva novela de Felipe Benítez Reyes se inspira directamente en el fenómeno de la pandemia que nos ha cambiado la vida, abordado en decenas de libros que tratan de explicar lo ocurrido desde todas las perspectivas posibles y aun las improbables, pues la perplejidad frente a las dramáticas consecuencias de una crisis no sólo sanitaria ha estimulado el discurso de los charlatanes hasta extremos que serían cómicos, si no habláramos de una tragedia que se ha cobrado ya muchos miles de víctimas. Por esto mismo, la apuesta del autor gaditano, que se centra precisamente en la proliferación de disparates asociados a las llamadas verdades alternativas, en una novela que no deja de ser coherente con su habitual mundo narrativo, asumía un riesgo sumado al de su concepción y escritura en tiempo real, es decir, sin la distancia de los hechos que en su momento –ojalá más pronto que tarde– podrán tener quienes se ocupen de recrear a posteriori los males de esta época aciaga. Es probable que el empeño, infrecuente en un escritor que suele madurar sus proyectos con lentitud, ajeno a las imperativos de temporada, haya tenido algo de catártico, y conviene decir ya que el resultado, que contiene desde luego diversión de la buena, va mucho más allá del mero divertimento.

No son necesarios los espejos del callejón del Gato para reflejar una visión ya deformada

En pocas palabras, podríamos decir que Benítez Reyes se propone satirizar a los pintorescos integrantes de la constelación del negacionismo, un término hasta hace poco reservado a los neonazis que desmentían la realidad del genocidio de los judíos en los campos de exterminio, con el mismo desenfado con el que otros cuestionan los efectos del cambio climático o, como aquí, la existencia del virus o el objetivo de las medidas encaminadas a contener sus estragos. El concepto se vincula a otra palabra novísima, conspiranoia, que define a la perfección la obsesión por las maquinaciones ocultas que caracteriza a quienes creen –herederos no siempre inconscientes de los viejos prejuicios antisemitas, no en vano, como apunta el narrador, existe un vínculo o "conexión subterránea" entre los denunciantes de los planes secretos y los ideólogos de la ultraderecha en su versión libertaria– que todo lo malo que nos pasa ha sido previsto y ejecutado por una diabólica colección de supervillanos. Esta mentalidad no es nueva, lo curioso es que los avances de la ciencia y la velocidad de las comunicaciones, en principio aliados del conocimiento, no han hecho más que reforzar los delirios paranoides, pues en nuestro tiempo –la "edad de oro" de los bulos, las mixtificaciones y el esoterismo de garrafa– cualquier perturbado puede difundir sus desvaríos con una facilidad aterradora.

Son personajes en el fondo inocuos, tratados por Benítez Reyes con piedad cervantina

Este sería, digamos, el marco teórico, pero La conspiración de los conspiranoicos no deja de ser una novela de Benítez Reyes, con lo que ello implica de brillantez, cuidado de la prosa y humor de la mejor estirpe. Situada en un Cádiz reconocible, por los nombres de sus calles o de sus plazas y los de los locales –el Liba, el Brim, el Café de Levante, el Casino– a los que se muda la tertulia de los protagonistas, o por guiños como el dirigido al "periodista masónico Téllez", la acción sigue casi punto por punto las recientes evoluciones de la pandemia, observadas con el crédulo escepticismo de quienes las interpretan conforme a una contradictoria sarta de memeces en la que los nombres abominables de George Soros, Bill Gates o Elon Musk, pretendidos filántropos cuyo verdadero propósito sería dominar el mundo, se alternan con los de chiflados que pasan por audaces investigadores o artistas iluminados –Bosé, Ouka Leele o Bunbury, experto en intertextualidades– que contribuyen a difundir todos esos rumores sobre los microchips que anulan la voluntad, la peligrosa tecnología 5G o los chemtrails tóxicos, transmitidos por arrojados youtubers que desafían las verdades oficiales para contar lo que los poderosos no quieren que sepamos. De modo significativo, los bulos referidos a la pandemia se superponen a otros ya consabidos en un potaje conceptual que incorpora burdas nociones de geoestrategia –no es casual, por supuesto, que el virus se originara en China– y recupera clásicos referidos a los extraterrestres, los comunistas o los masones, un irrefutable combinado de miedos, supersticiones e ideas extravagantes donde toda inverosimilitud tiene su asiento. Propiamente, la historia no abandona el territorio del realismo, porque no son necesarios los espejos del callejón del Gato para reflejar una visión de por sí ya deformada.

Como Chesterton, el autor se sirve del humor para plantear cuestiones muy serias

El narrador, un gestor especializado en resolver los trapicheos de sus clientes con Hacienda, no carece de esa filosofía barata –la marca de Walter Arias, aludido en un cameo– que puede ser ocasionalmente lúcida, sin dejar de participar del discurso apocalíptico de sus compañeros, que como él mismo son retratados como individuos de vida modesta, un tanto desnortados y marginales –entre ellos una mujer, cambiante en sus predilecciones religiosas pero siempre devota– y por lo mismo entrañables. Son personajes en el fondo inocuos, tratados por Benítez Reyes con piedad cervantina, seres desarreglados que sobrellevan el desamparo gracias a la ilusión que les permite presentarse como heroicos resistentes, inmunes a los engaños de la "elite maligna". Ya que no cuerdos, son locos no malintencionados, que incluso llegan a dudar de las teorías más absurdas o truculentas, sin cuestionar el fondo de su misión de denuncia. Desde su provinciano día a día, repasan la actualidad y se sienten unidos –vía Google– a toda una red de "divergentes" que se oponen al Orden o Sistema representado por las instituciones, en manos de oscuros plutócratas cuyo objetivo es el control omnímodo de las conciencias.

En su dedicatoria a Juan Bonilla, el autor habla de "la afición compartida por la juguetería de GKC", y cualquier lector de Chesterton –perdida la fe, el hombre se apresura a creer en cualquier cosa– reconocerá en la sucesión de polémicas que nutre las conversaciones de los tertulianos, en el frecuente uso de las paradojas, en el cultivo de esa forma de narrativa que se sirve del humor para plantear cuestiones muy serias, el delicioso aire del maestro y su inagotable interés por los extravíos de la condición humana. El influjo u homenaje es bien visible en episodios como el de la "ronda de los antagonistas" o especialmente en el desenlace, que se presenta como epílogo. Sin desvelar la función que desempeñan en la trama ni entrar en su carácter metaliterario, los tres textos recogidos en la adenda, en particular el segundo y más extenso, tienen la virtud de ofrecer una especie de apéndice reflexivo sobre el mismo fenómeno –"el vértigo de la chaladura"– que se trata en el relato, dejando constancia irónica del modo en que se ha abordado y anticipando hasta cierto punto su acogida. Muchos de los que dan crédito a todas estas majaderías, ciertamente perniciosas, "viven dentro de una novela de trama esotérica" y son, en efecto, "chiquillos que no viven en la realidad, sino en una casa encantada". Sus fabulaciones son irrebatibles, porque no admiten la objeción razonada. Quizá la mejor forma de impugnarlas sea engarzarlas en una narración donde ese mundo paralelo, en necio diálogo consigo mismo, mueva a la risa siempre sanadora.

'La prisionera', collage del autor que ilustra el relato homónimo de 'Por regiones fingidas'.
'La prisionera', collage del autor que ilustra el relato homónimo de 'Por regiones fingidas'. / FBR

Pura invención

Si La conspiración de los conspiranoicos sigue de cerca la reciente actualidad, con alusiones puntuales a las tribulaciones del rey emérito, el "dúo pandémico" formado por el famoso director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias y su jefe el "ministro filósofo", la "nueva ultraderecha patriótica" o el "gobierno de los neosocialcomunistas", en palabras de los personajes, la anterior entrega de Felipe Benítez Reyes, Por regiones fingidas –que fue distribuida en las mismas vísperas del confinamiento, aunque tuvo una vida anterior, casi secreta– pertenece al territorio de la pura invención en el que el narrador de Rota ha demostrado un talento inagotable, tanto en las distancias largas como en el terreno, aquí transitado, de las ficciones breves. Divididos en cuatro series, los relatos reunidos en esta colección de "invenciones", que es justamente el término con el que los define su autor, son un festín para los amantes del arte de contar historias, ofrecido por un cuentista que se sirve de la parodia de otros estilos, registros o procedimientos narrativos en "Pompas fantásticas", de las miniaturas o sueños ejemplares en "Las ficciones en vilo", del diálogo entre informes y collages que proponen las "Formulaciones tautológicas" y de un ramillete de milagros urbanos –también de escenario gaditano– en "Destino y pantomima". Diestro en acuñaciones felices, Benítez Reyes tiene el don de la fabulación en un tiempo que parece desconfiar de los experimentos lúdicos y de la literatura que bebe de la literatura o remite a ella, sin pagar el peaje ya cansino de la autoficción que para colmo suele envolverse en ropajes graves o sentenciosos, muy alejados del humor, la ironía, el brillo verbal y el gusto por lo extraordinario que distinguen sus narraciones, tan por lo demás llenas de humanidad. Como la de todos los creadores genuinos, su escritura se sobrepone a los géneros y por eso se reconoce aun cuando aborde, como en la novela ahora publicada, la realidad estricta, bien que observada a través de seres que remiten a su repertorio de criaturas estrafalarias. Tiernos y desvalidos, los tertulianos que dan rienda suelta a su fijación paranoica viven de hecho en un universo de fantasía, alimentados de ficciones que toman por verdaderas y acaban condicionando sus vidas, del mismo modo que otros encontramos en la literatura –conspiración urdida para nuestro bien– una alternativa para entender o al menos sobrellevar el desorden del mundo.

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