Una pizca de serenidad ante el abismo
Conquista de lo inútil | Crítica
Blackie Books sacó al mercado la versión en bolsillo del peculiar diario que el cineasta alemán Werner Herzog escribió durante el accidentado rodaje de 'Fitzcarraldo' (1982), una de sus películas más famosas y reconocidas
La ficha
Conquista de lo inútil. Werner Herzog. Trad. Juan Carlos Silvi. Blackie Books. Barcelona, 2018. 380 páginas. 13 euros
Todo lo que aquí se cuenta –el desesperado rodaje de una película de Werner Herzog, Fitzcarraldo, de junio de 1979 a noviembre de 1981– ha ocupado, cíclicamente, bastante espacio en revistas culturales y de cine, y sus pasajes más crueles e inverosímiles pueden seguirse en imagen y sonido en, al menos, dos documentales: Burden of dreams (1982), de Les Blank, testigo directo de los calvarios en la selva peruana, y Mi enemigo íntimo (2000), donde el propio Herzog repasaba su tragicómica relación con Klaus Kinski con parada obligada en esta película en la que, legendaria anécdota, un grupo de indios conjurados le sugirió al cineasta que estaban preparados para asesinar sin miramientos al gritón actor en cuanto les diera permiso.
Sin embargo, si este diario de rodaje resulta valioso, lo es menos por lo que narra sobre un tipo de rodaje al borde del desastre y la interrupción constantes –Fitzcarraldo fue, potencialmente, varias películas, una de ellas (de la que sobrevivieron algunas secuencias), con Mick Jagger, Jason Robards y Mario Adorf de protagonistas; otra, quizás la que hubiera sido más justa a fin de cuentas, de la que durante una jornada aciaga pensó encargarse el propio Herzog como cineasta-actor– que por sus punzantes fugas líricas, derroteros del pensamiento que transmiten un particular ideario de la experiencia fílmica y cinematográfica en un momento de algidez.
Y es esa fría lucidez del cineasta hiperbólico y mentiroso patológico la que aquí comparece justo antes de la sanción (premio al mejor director en Cannes) y de la correspondiente e irremediable caída en una autoparódica bufonería, trampa que el alemán ya sabía inevitable desembocadura de la política de los autores dentro del sistema industrial, como así lo expresara, entremedias de este regreso a la selva, en el cortometraje Werner Herzog se come su zapato (Les Blank, 1980).
Cuando hablamos de fugas, nos referimos a la irrupción de frases como ésta: "Un vapor blanco se desplaza a través del pongo, y el reflejo del sol lo convierte en un tejido fino y deslumbrante". Es decir, al mismo tiempo que Herzog asume su vigilia de peligrosos equilibrios entre lo sublime y lo siniestro, entroncando con Fitzcarraldo en tanto que enajenado conquistador de lo inútil que intenta trasponer la montaña con un barco sin aprovecharse de los trucos del cine, parece capaz de nombrar, en sus noches de duermevela, el esquivo temblor al que conduce todo este inconmensurable despliegue de energía: su embarcación, como el ballenero Pequod de Melville, pero ahora en tierra firme y escarpada, debe también alcanzar la condición de espacio desconectado, vacío, amorfo, cristalizado (en terminología deleuziana), germen de tiempo salvaje a partir de un deshecho de reflejos donde lo real y lo imaginario ya resultan indiscernibles.
Ahí, en esta efímera indecibilidad, en la falta de explicación ante un mundo cuyo desvanecimiento puede interpretarse como signo de vida o de muerte, se movió el mejor Herzog, y en aquella fecha, en Fitzcarraldo, parecía tomar consciencia de estar sepultando algo de ese poderío a la vista de la dificultad creciente a la hora de poner en escena unos sueños siempre limítrofes con lo ridículo. De aquella amalgama de sensaciones nace la fuerza de la película.
Entonces el alemán, ante la desmesura que despliega la selva a su alrededor –naturaleza asesina, personificada en un continuo ruido de fondo que actúa como una satánica risa ante las fatuas iniciativas humanas–, exceso que en cierta medida redobla la condena de volver a trabajar con Kinski, caprichoso y arrebatado, emparenta, ante la hoja de papel en blanco, con su otra estirpe predilecta, aquellos “menos que un hombre” que en su día encarnara el no-actor Bruno S.
Y como un redivivo Kaspar Hauser, revitalizando la microscópica escritura a lápiz de un Robert Walser, escribe páginas enmarañado en los vericuetos de los "laberintos del cansancio". Y como a Hauser o a Walser, la recompensa le llega en forma de visiones, de sueños premonitorios e iluminaciones que tienen que ver con las recompensas de quien profundiza en los misterios de lo vano y lo baldío, en la insultante belleza de lo innecesario.
Entre estos enigmas que se le sirvieron, entre estos dones caídos del cielo, destaca una profunda comprensión de la ópera, pura supervivencia a contracorriente que Herzog confiesa haber descubierto gracias a este rodaje (de hecho, ante su escaso interés previo, fue a Werner Schroeter a quien le encargó representar el desenlace del Ernani de Verdi en la ficción), y a la que no duda en relacionar con la contemplación de la selva.
En su atormentada soledad, en el vagabundeo por Iquitos o el río Camisea, el cineasta, que luego se responsabilizará de la dramaturgia y puesta en escena de no pocas óperas, entiende que el género que pasa por exagerado y artificioso responde en verdad a una emocionante voluntad de condensación; un hiperrealismo que somete los sentidos y alimenta los paisajes interiores como le ocurre ante el espectáculo del devenir selvático, "en huelga permanente en contra de los esfuerzos humanos".
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