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A las puertas de su centenario, La tierra baldía mantiene intacto su particular encantamiento sobre lectores de amplia índole, sobre todo cuando aflora la agudeza del crítico dispuesto a disfrutar el poema a la manera del forense o del arqueólogo descifrador de misterios. Que a estas alturas de la partida tal inclinación no sólo perdure, sino que se manifieste mayoritaria entre el público interesado en el poema, habría hecho las delicias de T. S. Eliot, quien consideró la poesía y la crítica manifestaciones confluyentes del mismo mester literario. Cabría completar semejante trivium con la entrada en juego de la traducción, al menos desde la certeza de que es imposible leer La tierra baldía, independientemente de la lengua a la que nos refiramos, sin traducirlo. He aquí, por tanto, una creación en verso que un siglo después de su alumbramiento continúa reclamando al lector una posición de verdadero autor, una voluntad de desentrañar, verter, dilucidar y decidir, lo que, en gran medida, alienta su condición legendaria. Nadie puede bañarse dos veces en este río: ni siquiera una primera, al menos completa. Nos llega así la obra a la vuelta del siglo con su entera maquinaria generadora de interrogantes y aniquiladora de las más fehacientes respuestas, con lo que resultaría inútil, además de pretencioso, preguntarse, sencillamente, qué quería decir Eliot; tanto, al cabo, como preguntarse qué quería decir Shakespeare. Queda la sospecha, ahora, casi un siglo después, de que si hubiera razones para asignar a La tierra baldía un afán por significar, por no hablar de un sentido, no habría más remedio que aceptar la incapacidad del lenguaje para contener el mito e, incluso, lo abiertamente poético, que sucede, más que nos pese, fuera de lo que se dice o a pesar de ello: María Zambrano comparaba este empeño con el dirigido a contener el agua en una cesta de mimbre, convencida de que el logos joánico abarcaba, en su definición, mucho más que el torpe e inestable lenguaje común.
La sospecha de que la esencia de La tierra baldía de Eliot no estaba tanto en sus palabras como en las imágenes en ellas conformadas es por tanto tan antigua como el libro mismo. Sorprende, sin embargo, la ausencia de un discurso plástico armado en torno a la que tal vez pueda considerarse la mayor obra poética del siglo XX, sin ediciones ilustradas ni diálogos interdisciplinares. Hasta ahora: el artista cubano Michel Moro ha traducido a imágenes todos y cada uno de los pasajes de La tierra baldía (incluidos los que dejó esquilmados Ezra Pound para la primera edición del libro) en un proyecto que traslada a la pintura la desolación, soledad y deshumanización del mundo alumbrado por T. S. Eliot. El trabajo de Michel Moro hunde sus raíces en el mismo siglo del poeta pero permite intuir hasta qué punto La tierra baldía es un canto tranversal a la historia del hombre y su negación. Ahora, un libro publicado por el editor Pedro Tabernero reúne estas imágenes de Michel Moro bajo o el título La tierra baldía. Homenaje a T. S. Eliot, un volumen completado con citas del poemario extraídas de la traducción de Antonio Rivero Taravillo. Esta publicación tuvo su presentación hace unos días en la Sociedad Económica de Amigos del País de Málaga de la mano del propio Pedro Tabernero.
Se ha escrito largo y tendido sobre La tierra baldía como testimonio de un mundo quebrado tras la Primera Guerra Mundial, de una humanidad condenada al exilio del espacio urbano, de una época estéril e incapaz de generar significados útiles. También del modo en que T. S. Eliot introduce en este páramo su particular frustración sentimental como síntoma o traducción de ese desarraigo. Los referentes en los que el poeta se sostiene a modo de asideros para tal empresa son numerosos y bien conocidos, desde Dante hasta los simbolistas franceses pasando por, aunque con la mayor discreción, Shakespeare (Eliot convierte en recurrente el verso Esas perlas fueron sus ojos, que canta Ariel en La Tempestad). Vale la pena, sin embargo, considerar hasta qué punto la figura de Wolfram von Eschenbach es mucho más que anecdótica hasta alcanzar una dimensión fundacional para La tierra baldía. No sólo por el título, que, antes de la eliminación de los fragmentos de inspiración joyceana que ejecutó Ezra Pound, iba a ser Hace de la policía con distintas voces (He do the Police in different voices); sino, como apunta Joseph Campbell en sus escritos sobre el Grial, por el modo en que los dos poetas compartieron exactamente el mismo ánimo y las mismas razones a una distancia de setecientos años. El mito de La tierra baldía no es otro que el del Rey Pescador, tanto en el Parzival que Wolfram concluyó en 1215 como en el poema que Eliot llevó a la imprenta en 1922. Y las equivalencias son aquí asombrosas.
En sus propias notas a La tierra baldía, Eliot encauza la influencia de la historia del Grial en “el título, la estructura y buena parte del simbolismo adicional del poema” a través de dos fuentes fundamentales: el libro From Ritual to Romance, de Jessie L. Weston, y, de manera más evidente, La rama dorada, de James Frazer, cuya lectura de los mitos de la Antigüedad dejó una profunda impronta en el poeta. Pero no es descabellado considerar que la huella de Wolfram von Eschenbach fuese mucho más que indirecta: Eliot estudió alemán y griego en Marburgo, un proyecto que truncó el estallido de la guerra pero que resultó fundamental a un nivel tanto biográfico (en su decisión de dedicarse en exclusiva a la literatura en Londres; decisión que, bien es sabido, hubo de ser postergada, si bien marcó a fuego la misma escritura de La tierra baldía) como puramente literario, de lo que dan cuenta los insertos alemanes en el poema. Bien pudo haber sido Wolfram la incógnita a despejar en la ecuación germana de T. S. Eliot, quien, de este modo, habría hecho suyo el propósito que el cantor épico asumió a principios del siglo XIII en una traducción al siglo XX. Wolfram narra cómo el Rey Pescador sufre la herida de una lanza en su muslo, un daño que termina convirtiendo su reino en un donde donde nada puede crecer. El ahora conocido como Rey Tullido asiste así, incapaz, al apogeo de una maldición que nace de su propio mal. La analogía es clara cuando Eliot escribe: “¿Qué raíces agarran, qué ramas crecen / de esta pétrea basura?”. Sin embargo, cuidado: éste no es aún el quid de la cuestión. El dedo índice interrogador del bufón sigue bien estirado.
Escribe Joseph Campbell: “En la Tierra Baldía, la vida es una vida falsa. La gente vive de una forma que no está en su naturaleza, de acuerdo a un sistema de reglas. Esto se representa a su vez con la figura de un rey herido cuya herida ha transformado en un erial todo el país”. El mito del Grial se articula en Europa a lo largo del siglo XII, en paralelo a la construcción de las grandes catedrales y, por tanto, del apogeo de una nueva vida urbana que no tarda en imponerse. Se produce así una dislocación social entre las normas de convivencia que estos nuevos entornos urbanos exigen y, por otra, un anhelo de superación de las mismas, con el amor como principal argumento. En esta coyuntura, la población es obligada a asumir consignas que en un principio sólo puede considerar ajenas e invasoras: “La Tierra Baldía es la tierra de la gente que vive una vida que no es auténtica, que hace lo que cree que debe hacer para vivir pero no de forma natural, como una afirmación de la vida, sino por obligación, obedientemente, incluso a regañadientes, porque es así como vive todo el mundo”. La afirmación de la vida está, por tanto, en otra parte. En su escritura del mito, Wolfram brinda un diagnóstico que en el siglo XX incorpora Eliot con el mismo alcance: tras la Primera Guerra Mundial, las ciudades antaño prósperas y florecientes se han llenado de gentes que viven una existencia que no les corresponde, fingida, temerosa, consciente de que si se vulneran ciertas normas el monstruo volverá a despertar. El Rey Tullido contempla ahora este otro páramo estéril, vencido por la conveniencia y por la extinción de lo genuino. En los personajes que pueblan La tierra baldía, el poeta encarna una humanidad otra vez sitiada, intervenida, ajena a la naturaleza que le es propia. Una humanidad en la que el propio Eliot se reconoce o, mejor, no se reconoce en absoluto, consciente de que su verdad es otra. Por eso hace atravesar su poema de principio a fin de la misma materia que Wolfram aborda en su Parzival: el encantamiento.
“El tema concreto de la historia del Grial es el del encantamiento y desencantamiento”, anota Campbell, quien señala fuentes celtas y sufíes al respecto. En el mito, los dioses visten atuendos humanos y pasan como tales a ojos de los hombres, quienes, sumidos en el hechizo, no alcanzan a advertir la naturaleza real tanto de esos dioses como de sí mismos, también divina y trascendente. El héroe al que espera el Rey Tullido no es un soldado destinado a hacer venganza, sino un sabio capaz de desencantar a su pueblo. Pues bien, también T. S. Eliot escribe sobre el encantamiento de manera troncal en La tierra baldía. Éste, y no otro, es, tal vez, el asunto central del poema. A Eliot no le preocupa tanto el desarraigo estéril de su tiempo como el modo en que éste es percibido. Desconfía el poeta de la consagración de la Tierra Baldía como metástasis de la experiencia, pero lamenta que su generación vea como un cáncer lo que es vida y se someta así, engañada, a normas repudiables.
Recuerda en su prólogo al Homenaje a T. S. Eliot el poeta José Manuel Benítez Ariza: “Hay quienes gustan de contraponer, a la desolación de La tierra baldía, el compendio de certezas en el que parece consistir Cuatro cuartetos (1935-1942), que desarrollan la idea de una eternidad más o menos deducible de las paradojas en las que incurrimos al meditar filosófica y poéticamente sobre la esencia del tiempo. Pero, de nuevo, hay que pensar en la condición de desahogo, de queja contra la vida, que Eliot atribuyó a su poema de 1922. ¿Consuelan las admirables intuiciones filosófico-poéticas de los Cuartetos de las razones del grito agónico que acertaba a articular La tierra baldía? Más bien podría decirse que lo uno y lo otro conviven sin problema en nuestra desarreglada visión del mundo. Pero ya se sabe que los fragmentos sobreviven a la vasija y que la ruina es más duradera que el edificio del que procede. Cabe pensar, por ello, que los Cuartetos presupondrán siempre el desahogo que los precedió y quizá no alcancen nunca a rebatirlo”.
Afirmó Eliot que la sustancia del poema es “lo que ve Tiresias”, en referencia a quien él mismo consideraba el personaje más importante de su obra, ciego a causa del celo de Hera y compensado por Zeus con el don de la profecía según la leyenda clásica. Quizá propone el poeta una manera distinta de mirar para la superación del encantamiento: una visión que el arte brinda como alternativa fértil.
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