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Una odisea bajo las bombas
Eduardo Jordá | Escritor
Narrador, poeta, traductor y profesor de escritura creativa, además de colaborador en este diario y el resto de las cabeceras del Grupo Joly en Andalucía, Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) reside en Sevilla desde 1989 pero en el otoño de 2012 comenzó a impartir clases en el interior de Pensilvania, muy cerca de los Apalaches. Durante un semestre fue profesor en una pequeña ciudad universitaria llamada Carlisle y allí conoció de cerca las dos caras de una América que rara vez se dan la mano: la culta de los colleges universitarios y la deprimida de los granjeros arruinados y los laboratorios clandestinos de metanfetaminas. Tras recorrer Tánger, el desierto de Atacama (Norte Grande) o Asia (Esperando la tormenta) en anteriores libros de viaje, en esta ocasión Jordá combina elementos del diario, el ensayo, la novela y el relato nómada, además de incluir varios poemas inéditos, para dar forma al que tal vez sea su libro más personal y pudoroso. Obra de una delicadeza extrema, como el poema de la estadounidense Emily Dickinson del que toma prestado el título, su aproximación casi pictórica a la vida cotidiana de Carlisle le ha valido el XVPremio Eurostars de Narrativa de Viajes. Hoy la presenta a las 19:30 junto a Belén Rubiano (Rialto, 11) en la Torre Sevilla.
-¿Qué es para Eduardo Jordá Pájaros que se quedan?
-Una novela que se lee como un libro de viajes que se lee como un ensayo que al final acaba siendo un poema.
-Vuelve a la narrativa de viajes, un género que le ha permitido radiografiar continentes y culturas diversos. ¿Cuál diría que ha sido su evolución al respecto?
-Creo que aquí hay mucha más autobiografía que en otros libros de viajes que he escrito. Y sobre todo hay un homenaje a mi padre, que es el protagonista secreto del libro.
-Inicialmente parece que vamos a leer una novela de campus en la línea de Kingsley Amis pero su relato obvia el día a día académico del "professor Jordá" para centrarse en lo que pasa fuera del aula y, sobre todo, en la relación del narrador con esos personajes secundarios y esas vidas minúsculas cuyos obituarios usted leería con más interés que si fueran gente principal. ¿Qué posibilidades narrativas le permitió explorar ese enfoque?
-Las novelas de campus no me interesan. Es imposible escribir una novela mejor que las que ya existen (pienso en las de Amis, sí, pero también Bernard Malamud, Bellow o Dorothy Sayers). Por eso prefería hacer otra cosa, algo muy distinto sobre la gente que apenas tiene protagonismo y que tiene una existencia casi invisible en una ciudad universitaria: mis predecesores en la casa donde yo vivía, mis vecinos, el sheriff y su hijo drogadicto, los empleados del supermercado Walmart, un tipo que vendía anfetaminas, los inmigrantes bosnios… Toda esa gente que aparentemente no existe, esa era la gente que me interesaba.
-El narrador abandona España en lo más profundo de la crisis económica para ayudar a su familia y se encuentra con una sociedad aún más herida que la suya y donde mucha gente vive "al otro lado de las vías". ¿Cuál es la lectura del sueño americano que ofrece Pájaros que se quedan?
-Bueno, el sueño americano existió durante dos siglos, y sigue siendo real para muchísima gente. Una tarde me encontré a unos chicos hondureños tumbados en la trasera de una pick-up, mirando al cielo y charlando en un aparcamiento. Para ellos, que habían huido de un país inhabitable, América es aún el sueño americano. Lo que pasa, y eso es lo peligroso, es que América ya ha dejado de ser el sueño americano para muchos americanos de pura cepa.
-La poeta Emily Dickinson es también, con su singularidad y rareza, protagonista por derecho propio de estas páginas. ¿Cuánto le debe al poema que da título al libro la textura tan singular y conmovedora que tiene?
-Emily Dickinson es un misterio. Cuando lees sus poemas no sabes muy bien de qué habla. ¿De Dios? ¿De la muerte? ¿De la eternidad? ¿De la soledad? ¿Del sacrificio? A ratos parece una poeta totalmente religiosa, pero a ratos empiezas a sospechar que es una bromista cósmica que se está riendo de todo. En realidad, toda su poesía es un acertijo que no tiene respuesta. Lo que pasa es que su poesía, aunque no sepas muy bien qué te está diciendo, te traspasa y conmueve como una descarga eléctrica. No sé cómo lo hace, pero lo consigue.
-También Walt Whitman y Woody Guthrie condicionan su imaginario americano y no puede evitar confrontar con sus textos y canciones lo que está viendo. ¿Qué le interesa más de ambos? ¿En qué medida el advertir que muy pocos americanos se acuerdan de ellos le desazona e interpela?
-Mis alumnos no sabían quiénes eran ni Bob Dylan ni Leonard Cohen, así que cuando les hablaba de Woody Guthrie me miraban como si les hubiera citado a un bateador de béisbol de 1940 que nadie recordaba. Cuando les decía que de niños habían cantado This Land is Your Land en el colegio, no se lo creían. Guthrie es para mí un poeta colosal y un músico que logró dar voz -como Whitman, como Dylan- a un continente entero. Por cierto, en Pensilvania fui a un concierto de Dylan, y delante de mí había muchos oficiales del War College, una especie de Centro de Estudios del Ejército. Eran veteranos de Iraq y Afganistán, coroneles y oficiales de Estado Mayor, y estaban fumándose unos canutos descomunales y encima se sabían de memoria todas las canciones de Dylan. ¿No es eso un milagro?
-No faltan ecos de autores como Cheever y Salter a los que ha estudiado y traducido. ¿Qué deuda mantiene con ellos su visión de América y su propia trayectoria?
-A Cheever -que es un coloso- le hago un pequeño homenaje en el capítulo más disparatado de todos, el del Campeonato del Mundo de Lanzamiento de Calabazas (del que me habló, entusiasmado, un profesor de filosofía que era presidente de la Sociedad Hegeliana de América: no creo que pueda haber un personaje más cheeveriano que ese profesor obsesionado con el lanzamiento de calabazas). De Salter tuve la suerte de que fuera amigo mío, aunque Salter era un escritor muy poco americano, ya que casi vivía al margen de los circuitos intelectuales. Lo que más le gustaba era señalar el lugar donde había estado a punto de ser engullido por una ola gigantesca, en la costa de Long Island, donde se bañaba todos los días, desde primavera hasta el 1 de noviembre, momento en que cerraba la temporada tomándose un martini con sus vecinos.
-Sorprende aquí la omnipresencia del Jordá poeta. El contrato para dar clase durante un semestre le llega gracias a un poema que es leído desde EEUU por un futuro colega y poemas como Cemetery Ridge tienen un aliento épico profundamente americano. ¿Qué le ofrece a la estructura de este libro el estar permeado por sus versos y canciones?
-Quería que fuera un libro "híbrido", con una parte de ficción, otra de ensayo, otra de diario y otra de poesía. En Carlisle leí una vez un poema, en un congreso de indios americanos, sobre un cementerio indio que hay en la ciudad, y al final se me acercaron dos jefes apaches y me dijeron en perfecto castellano que se habían emocionado al oírlo: "Queremos darle las gracias en nombre de nuestros hermanos", me dijeron. Me quedé de piedra. Ese es el mejor elogio que me han hecho en mi vida. Y eso es lo que buscaba en este libro, algo insospechado, algo que nadie se pudiera imaginar, como esa aparición de los dos jefes apaches.
-¿Hay futuro para esta América encerrada, temerosa de los otros, dividida en multitud de iglesias, violenta como los huracanes… que además piensa que no hay futuro para la Europa del bienestar y los derechos?
-No lo sé. Vivir en América es muy difícil. Si te atropella un coche y no tienes dinero, ya puedes prepararte para endeudarte durante toda tu vida (si alguien te presta el dinero, claro). Y además, es un país donde la soledad y el aburrimiento son oceánicos: no hay cafés, no hay apenas bares, no hay lugares de ocio que no sean los centros comerciales, no hay sitios donde la gente pueda pararse a conversar con un conocido. Eso hace que la gente sea tan reticente, tan desconfiada y tenga estallidos tan violentos. Pero curiosamente, entre los jóvenes de ahora se está extendiendo el deseo de vivir como en Europa, con bienestar y con derechos sociales. Si la izquierda demócrata fuera inteligente, y en vez de hablar de los derechos de los transgénero no binarios neurodivergentes, hablara de la importancia de las pequeñas comunidades, de los empleos, de las fábricas, de las iglesias y de las familias -ya que los americanos necesitan creer en algo que les ofrezca una mínima seguridad y un mínimo consuelo-, la izquierda abierta y tolerante podría ganar. Pero lo dudo mucho porque la izquierda actual -siento decirlo- se ha vuelto idiota y encima absolutamente intolerante. Hay Trump para rato.
-¿Qué lección aprendió de esa mescolanza de razas, idiomas y etnias, de esa torre de Babel que percibe en toda su dimensión en las visitas al Walmart?
-En la América Profunda, la comunidad lo es todo, porque es lo único que tiene el ciudadano pobre o de clase media baja: en un país sin seguridad social ni sanidad pública, el ciudadano tiene que ser autosuficiente, y para eso sirve la comunidad en la que todos se conocen y todos se ayudan: el reverendo, el banquero, los vecinos, la maestra, el dueño de la fábrica... Pero si esa pequeña comunidad desaparece de golpe porque cierran todas las fábricas y empieza a llegar gente desconocida que se percibe como una amenaza, y encima aparece la droga -con la epidemia actual de opiáceos y metanfetaminas-, esa gente que vive en las pequeñas comunidades entra en pánico y busca un salvador. Y ahí es donde ha aparecido Trump. De todos modos, en Pensilvania no había problemas de convivencia. Pero si llega una nueva crisis económica, cualquier país del mundo -España también- puede convertirse en un polvorín. Hay una pulsión nihilista que nos empuja a querer destruirlo todo por rabia y frustración, sin saber lo que vamos a poner en lugar de lo que ahora hay, porque creemos que milagrosamente va a brotar algo que sea mejor que el sistema actual. Pero eso no es cierto.
-Los pájaros están muy presentes en el texto y también las luciérnagas, las ardillas, ese mundo animal que acompaña en su soledad al profesor visitante. ¿Qué importancia tuvo su relación con la naturaleza al fijar su experiencia estadounidense?
-La América profunda es un país increíblemente vacío y en el que la naturaleza lo es todo. Un día fui al súper y la cajera me dijo: "Tenga cuidado, hay un oso suelto en la carretera de Gettysburg". En Pensilvania hay bosques enormes con árboles de treinta metros en los que no ves a nadie durante kilómetros. Una profesora del college vivía en medio de un bosque así, sola, sin más compañía que unos amish. Una noche fui a cenar a su casa, y cuando salí y me encontré en mitad del bosque, en la soledad más absoluta, me pregunté si aquella mujer tendría una pistola (aunque estoy seguro que no, porque era muy valiente). Pero esa obsesión por las armas tiene que ver con esa absoluta soledad que reina en el corazón de América. Y encima, en un país en el que el Estado es muy débil, los americanos están obsesionados con defenderse como sea. En Pensilvania no puedes beber cerveza hasta que tienes 21 años, pero te puedes comprar una ametralladora con 18. Es una locura que los europeos no entendemos, pero allí lo entiendes (no lo justificas, ¿eh?, sólo lo entiendes).
-En este libro completa el viaje que su padre no pudo realizar a América y le brinda un homenaje tan hermoso como honesto. ¿No hay éxito sin renuncia?
-El gran éxito de mi padre fue quedarse en Mallorca, su isla natal. Supongo que le habría encantado irse a América en 1965, con un buen trabajo, un buen sueldo y una vida imposible de llevar a cabo en España. Al fin y al cabo, allí podría haber vivido como un personaje de Mad Men. Pero hizo lo más difícil, se quedó y renunció al sueño americano porque tenía una familia y no podía dejarla. Y ahora que está muerto, este libro quiere darle las gracias. El verso de Emily Dickinson que da título al libro,"Somos -los pájaros- que se quedan", se refiere a que los muertos se van a sus regiones cálidas y tranquilas, como las aves que emigran en otoño, mientras que los vivos nos quedamos atrás, pasando frío, como los pájaros que se quedan. Pero con mi padre tengo la sensación extraña de que el ave que se ha quedado aquí ha sido él, y quien se ha ido, quien ha desaparecido, he sido yo.
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