Solas | Crítica de danza
Carne fresca para la red
Escuchando a The Doors. Greil Marcus. Trad. Mercedes Vaquero. Contra. Barcelona, 2012. 216 páginas. 19,90 euros
Decía Nick Currie, alias Momus, que el rock de los 60 y 70 se convirtió hace años, décadas, en una "burbuja cultural", en una fantasía sentimental alimentada por una gigantesca ilusión colectiva de tradición eterna. "Las sociedades designan ciertas zonas -escribió el músico y crítico escocés-, ciertos tiempos en los que la vieja música, protegida y tolerada sin importar cuán diferentes sean sus valores, puede perdurar como si los años intermedios nunca hubieran existido". The Doors -esto no es nuevo: es, de hecho, un tópico- es uno de esos grupos verdaderamente capitales de aquella época, y en su música de fondo turbio y magnético se cifra el más profundo significado no ya tanto de los 60, el marco coyuntural, como de Los Sesenta, el concepto, el remoto sortilegio.
De esta convicción parte el último ensayo que nos llega del crítico cultural Greil Marcus (San Francisco, 1945), que de nuevo se aproxima a la música como algo grandioso por sí mismo, pero a la vez como una cosa mucho más importante; como esa dimensión en la que -por su enorme potencia onírica, catártica, irracional- se asimilan y resuelven las corrientes subterráneas de energía que configuran una sociedad y un tiempo. A veces, viene a decirnos Marcus, la música es de tal rara intensidad que captura esas tensiones en un eco que por alguna razón se resiste a desaparecer y sigue vibrando. Para el autor, eso es lo que consiguieron entre 1967 y 1971 Jim Morrison, Robby Krieger, John Densmore y Ray Manzarek, al encarnar la borrachera y la densa y confusa resaca casi simultáneamente. "Ya en 1968 -escribe- interpretaban no la libertad, sino la desaparición de la misma. Esto es lo aterrador: la idea de que no fue una época magnífica, sencilla y romántica que vender a los demás como un agradable lugar para visitar, sino un lugar, incluso mientras se creaba, que la gente sabe que nunca podrá llegar a habitar de verdad, y del que nunca podrá escapar".
No hace falta escuchar con mucha concentración los discos de los Doors para comprobar que nunca jugaron precisamente en la liga del buen rollo y el verano del amor. Muchos periodistas se preguntaron en su momento por la "atmósfera de muerte" que flota en tantas de sus canciones; otros, después de asistir a sus conciertos, hablaron en sus crónicas de unos tipos que actuaban "como si hubieran perdido el juicio". El libro constituye un continuo rastreo de huellas de temor, desesperación y humor angustiado en las canciones del grupo, y las encuentra con facilidad. Ambiciosos y provocadores, los miembros del grupo se veían a sí mismos dentro de una "corriente de arte maldito que, partiendo de Blake, Poe, Baudelaire, Rimbaud, Nietzsche, Jarry, Buñuel, Artaud y Céline, llegaba hasta los escalones de su puerta".
No puede ser casual por tanto -de hecho puede llegar a resultar histriónico y, por su obviedad, algo vulgar- el rumor primitivo, febril y enajenado de sus canciones, a veces grotesco y asfixiante (The End), otras dulce y envolvente como una nana indescifrable (The Crystal Ship); con frecuencua exuberante (L. A. Woman, que el escritor define como "Blade Runner protagonizado por Bukowski en lugar de Harrison Ford"). Marcus contempla a Morrison y compañía en portadores de los presagios más sombríos sobre su propia época, en profetas accidentales del colapso espiritual que estaba ya oculto en los pliegues del estado de ánimo colectivo cuando la fiesta aún parecía sólo inocente. En el libro, los Doors son como el mendigo medio loco que recuerda o sueña el personaje que interpreta Will Oldham en Old joy (la hermosa y delicada película de Kelly Reichardt): el que -no se sabe muy bien si para consolarle o prevenirle- le dice que la tristeza no es más que dicha agotada.
Autor de obras fascinantes como Rastros de carmín o Mystery Train (esta última inexplicablemente sin traducción española: Contra la publicará en 2013), Marcus es uno de esos escritores que dignifican y ensanchan la noción de ensayo, al acatar con espíritu libérrimo y prosa entusiasta y torrencial el mandato de aventura del pensamiento que va implícito en el nombre mismo del género. Leyendo, uno casi puede ver una inteligencia en funcionamiento, asociando ideas, trazando en el proceso mapas inesperados: de Thomas Pynchon a la facción más underground del Pop Art, pasando por una curiosa reivindicación de Oliver Stone (que como cineasta, dice, "es un matón sensible o no es nada").
Hay tantas lecturas posibles en este libro omnívoro de Greil Marcus -en cualquiera de ellos-, que es inútil tratar de resumirlas. Todo es una invitación sin tregua a leer otros libros, escuchar otros discos, recordar o descubrir otras películas. En Escuchando a The Doors reverbera finalmente, de nuevo, la certeza del accidente, se diría que un elemento central de la poética del autor (véase, sin ir más lejos, Like a rolling stone, su viaje por el universo dylaniano). Las cosas podrían haber pasado pero no pasaron, como podrían no haber pasado y sin embargo pasaron: sólo queda aceptarlo o celebrarlo. Y se recuerda también, por supuesto, la pasión por la música, un amor por ella que evita la tentación de examinarla como si fuera una leyenda embalsamada, ante la que uno sólo puede asentir o marcharse. No es eso, recuerda Marcus: se trata de escucharla de nuevo, como si fuera la primera vez, con los oídos limpios de los filtros que imponen la rutina y los prejuicios.
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