First Fake | Crítica de teatro
Quiéreme pero quiéreme bien
De libros
'Sempé'. El señor Lambert. Trad. Miguel Azaola. Blackie Books. Barcelona, 2017. 64 páginas. 17,90 euros.
En Chez Picard, uno de aquellos emblemáticos bistrós parisinos, la clientela, enteramente masculina, se cita a diario en el hueco que el horario reserva al almuerzo para dar cuenta del menú: los martes, terrina del chef; los miércoles, conejo a la cazadora; los jueves, alcachofas a la vinagreta. Las conversaciones giran invariablemente entre el fútbol y la política, en una liturgia de distribución idéntica jornada tras jornada. Uno de los clientes es el señor Lambert, que ocupa su sitio sin falta en la misma mesa junto al resto de trabajadores, mientras la camarera toma nota de las bebidas, postres y otros complementos del menú. De pronto, a partir de un día cualquiera, la comparecencia de Lambert en Chez Picard empieza a sufrir perturbaciones. Lo mismo llega tarde, cuando todos los demás han almorzado ya, que demasiado pronto, cuando el restaurante aún espera vacío al resto de comensales. Pocos días después, Lambert no aparece. En torno a sus injustificadas ausencias, los demás cotillean sobre los posibles motivos de su extraño comportamiento, hasta que el propio Lambert confirma su interés en cierta señorita a la que visita a diario aprovechando la hora del almuerzo. A partir de aquí, los desplantes y las comparecencias de Lambert en Chez Picard servirán de termómetro con el que evaluar la salud de la relación amorosa que el protagonista ha entablado. Por muchos motivos se puede decir que en El señor Lambert no sucede nada. Y por tantas otras cabe afirmar que este libro, que el dibujante Jean-Jacques Sempé (Burdeos, 1932) publicó en 1965 a modo de conmovedora carta de amor al París en el que reside desde los 18 años, es una de las obras maestras de la ilustración del siglo XX, y también una asombrosa pieza de ingeniería literaria. Pues pocas creaciones revelan con tal claridad las posibilidades del dibujo a la hora de contar una historia. Ahora, la editorial Blackie Books acaba de rescatar esta delicia en virtud de su particular idilio con Sempé, del que ya ha publicado Marcelín y Catherine, el libro alumbrado mano a mano con Patrick Modiano. Este nuevo lanzamiento de El señor Lambert, de cualquier forma, constituye un regalo muy a tener en cuenta en estos tiempos. Más aún si se trata de que usted, lector, se lo regale a sí mismo.
Sempé, el hombre que dio vida a El pequeño Nicolás junto a René Goscinny, el mismo que dibujó algunas de las mejores portadas de The New Yorker y que brindó en Les Musiciennes un más que conmovedor homenaje gráfico a la música, se introduce ciertamente en el mismo corazón del París de 1965 con El señor Lambert. Pero lo hace, salvo en las dos páginas iniciales, servidas a la manera de plano general introductorio (con la única referencia a la gran urbe en el libro), sin salir del estricto marco que ofrece el salón comedor de Chez Picard. La lección que ofrece del dominio de su oficio es abrumadora: Sempé no sólo dibuja el acotado ecosistema y los personajes que lo habitan, también el resonar de los cubiertos contra la vajilla, el crujir de sillas y mesas, los cuchicheos como apartes, los pasos de la mujer que atiende a los pedidos, el roce de los abrigos colgados en el perchero, las ensoñaciones introducidas en el relato a modo de ventanas a otros mundos; y también el silencio cuando Lambert almuerza solo en el restaurante vacío, el peso providencial del espacio que aguarda el momento rutinario de la ocupación. En El señor Lambert no ocurre nada, es verdad, como en una novela de Beckett (cuánto cabe sospechar de influencias en este sentido, tal vez mutuas); y precisamente por eso lo que sucede es la vida, tal cual, narrada-dibujada con una fidelidad entrañable. En un París en el que, un lustro después de la muerte de Albert Camus, el existencialismo se empeña en prodigar sus últimos coletazos, es un dibujante quien se atreve a dar el portazo definitivo: lo importante no es la reflexión que seamos capaces de hilar respecto a la vida, sino la percepción que tengamos de la misma (el propio Camus, por cierto, había llegado a la misma conclusión poco antes de su muerte, aunque por otros cauces). La sencilla costumbre de almorzar en un humilde bistró, con los consabidos menús y el trozo de pan en la mesa, constituye un espectáculo que nos acerca sin fisuras a lo humano, que resplandece con mucha más precisión en la experiencia común que en el acontecimiento extraordinario.
También corresponde atender a cuanto El señor Lambert nos revela de la amistad que unió a Sempé y al cineasta Jacques Tati. Ambos siguieron intuiciones parecidas (cuánto de Hulot hay en Lambert, y viceversa) y abrazaron la misma poética a la hora de esbozar su representación del mundo. Frente a la impostura intelectual, el trazo de Sempé constituye una invitación directa a la maravilla de ser para uno y para los demás (la silla vacía de Lambert en el restaurante lleno adquiere una poderosa cualidad simbólica: la afirmación mediante la negación, la referencia mediante la evocación, la música mediante el silencio). Y también es El señor Lambert una tremenda historia de amor, presentado como la fuerza que con-mueve a todos los seres en una misma dirección. He aquí, en fin, un libro al que volver mil veces. Y la razón definitiva para amar a Sempé como merece.
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