Monsieur Proust convoca a sus fantasmas

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Cumplidos los 150 años del nacimiento del autor de 'En busca del tiempo perdido', analizamos aquí las claves de su literatura, un universo hecho con sus lágrimas y esperanzas

Marcel Proust (Neuilly-Auteuil-Passy, 1871-París, 1922).
Marcel Proust (Neuilly-Auteuil-Passy, 1871-París, 1922). / D. S.

Proust lo declara apenas comenzado el primer volumen de En busca del tiempo perdido. Justo al finalizar el capítulo inicial, allí donde se nos prefigura y acota el personaje de Swann, Proust nos describe su "revelación", y con ella, el tenue mecanismo psíquico del que saldrá, como un monstruo legamoso e informe, su pasado. Y para ser más precisos, el recuerdo de su pasado, con el que, de inmediato, pasará a construir su obra. Con una aclaración de importancia: "todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té". Durante numerosas páginas, Proust ha estado ponderando al lector la dificultad de discernir entre el sueño y la vigilia; y en suma, entre los estados anímicos que desdibujan la personalidad y convierten la realidad pueril del personaje en una realidad acuciosa, pálida y vibrátil. También advertirá al lector de su fragilidad nerviosa y del escaso número de sus recuerdos infantiles, que se le aparecen como aislados fuegos de artificio. Así hasta que, de súbito, una magdalena mojada en té, ofrecidos por su madre, le franquean inesperadamente el paso hacia el recuerdo.

Por supuesto, cuando Proust escribe esto, a primeros del XX, el mecanismo de libre asociación es ya muy conocido. Pero no, desde luego, como riguroso procedimiento literario. La importancia, pues, de este comienzo reside en una doble consideración, que parte de una realidad inmediata: la realidad anímica, vale decir falible, de su protagonista. Esta doble consideración la ha destacado el propio Proust, excelente crítico de arte, tanto al desautorizar a Sainte-Beuve como al matizar y reabsorber la obra de su admirado Ruskin, cuya estética conforma, oblicuamente, la propia existencia de En busca del tiempo perdido. La crítica a Sainte-Beuve es la crítica de un literato a la fisiología impostada del naturalista. Esto es, la oposición a una forma de entender el arte como fruto mostrenco de la biología y el medio. En cuanto a Ruskin, Proust ha comprendido ya que el arte no es una vía privilegiada a la moral (una moral que Ruskin iguala a una forma superior de belleza, identificada sumariamente con el medievo), sino un acceso tentativo a la brumosa complejidad del hombre. Esto descarta, de igual modo, la ordenada psicología que William James ha postulado y que su hermano Henry convierte en disciplina literaria en Otra vuelta de tuerca. Lo cual, como supondrá el lector, nos aproxima ineludiblemente a Freud y a cuanto herr Sigmund ha escrito, apenas comenzado el siglo, en La interpretación de los sueños y en su Psicopatología de la vida cotidiana.

Pero ¿es a Freud a quien revierte la obra de Proust, además de lo dicho sobre Ruskin; o es Freud también un eco, una modulación de otro autor, pareja a la que Proust obró sobre el esteta británico? Sin salirnos de la crítica de arte, en su ensayo dedicado al Moisés de Miguel Ángel, Freud confiesa que su método psicoanalítico lo ha extraído, en parte, de un crítico de arte ruso, Iván Lermolieff, el cual "había provocado una revolución en los museos de Europa, al revisar la atribución de muchos cuadros, al enseñar a distinguir con seguridad las copias de los originales". Luego, Freud supo que Lermolieff era el pseudónimo del médico y senador italiano Giovanni Morelli, cuyo método consistía en observar los detalles secundarios, la maniera inconsciente, que cada artista ejecuta de un modo particular y distintivo. Método éste, como sabemos –ascender desde el recuerdo involuntario a la secreta arboladura anímica del paciente–, que Freud adoptará en el psicoanálisis. Pero que también será, como decíamos, el procedimiento encontrado por Proust, marchando desde el aroma de una magdalena al universo infantil de Combray, en el primer capítulo de Por el camino de Swann. Y acaso no sea necesario recordar que la ambición y la singularidad de Ruskin fue la de reconstruir, a partir de un humilde sillar, de una oculta figura de granito, el monto espiritual del medievo.

Esto quiere decir, como parece obvio, que existía una coincidencia metodológica que afectó al arte, a la literatura y a la clínica, y que pudiéramos remontar, sumariamente, a Locke. Pero quiere decir, en primer término, que Proust conservó el método, la prospectiva de Ruskin, aun cuando difería ya de sus objetivos. Unos objetivos que considera nobles, pero erróneos, en el prefacio a su traducción de La Biblia de Amiens; pero que algo más tarde, al prologar su Sésamo y lilas, habrá sustituido por otros. Esos otros son, no ya la belleza y la fortaleza espiritual que Ruskin encuentra en Las piedras de Venecia, sino un parpadeo ambarino del ayer, de la felicidad pueril, a través de cualquier objeto amado. No se trata, por tanto, de acceder a una elevación espiritual, como también proponía Morris, por el vehículo de un objeto hermoso. Se trata, por contra, de acceder al orbe neblinoso del recuerdo, utilizando para ello, como una insospechada lámpara maravillosa, el anodino retrato de un viejo húsar. Esto es, cualquier residuo del ayer, siempre que ese ayer fuera el ayer común donde Proust y los suyos, donde los temores del Proust niño y la dulzura adusta de su madre coincidieron.

Recordemos, a este respecto, que Nietzsche, en 1871, año del nacimiento de Proust, había imaginado la cultura clásica como el residuo, como el indicio, como la frontera última con lo dionisíaco, en contacto con la prevención del hombre civilizado. Este mismo pensamiento alusivo es el que, de algún modo, penetra la obra toda de Proust. En su doméstico ritual de la magdalena mojada en té, Proust está convocando, como Nietzsche a Pan y Dionisios, las potencias incontroladas que conforman, internamente, al hombre. En el caso de Proust, es Mnemósine quien acude. Pero una Mnemósine que se sabe hija del hombre y cuya encarnadura, cuya silueta misma, es una obra especular y movediza del recuerdo. He ahí la tierra conquistada por Proust al alborear del siglo XX. Una tierra hecha con sus lágrimas y esperanzas, y cuya orografía tuvo la misma consistencia, el mismo cielo pálido, que sus sueños.

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