Miguel Romero: el tiempo entre imágenes
Elipsis | Crítica
Miguel Romero indaga en la relación temporal entre las imágenes analógicas de su archivo personal en su nuevo libro 'Elipsis', publicado por Ediciones Anómalas.
La ficha
'Elipsis'. Miguel Romero. Ediciones Anómalas. Barcelona, 2019. 48 páginas. 15 euros
Voluntariamente alejado del mundillo de la fotografía, artista discreto y extraterritorial, Miguel Romero (Sevilla, 1971) ha sido siempre mucho más que un fotógrafo con el ojo cargado y la cámara a cuestas. Su obra (Asideros, Un día gris, Intrusos, Náufragos), casi secreta salvo para un puñado de amigos, colegas y alumnos con suerte, atraviesa ya tres décadas en los márgenes de toda institución y toda norma, también, por supuesto, de toda moda o tendencia, para reflexionar de manera íntima y sigilosa, siempre con un preciso y erudito bagaje teórico y conceptual y una inagotable voluntad lúdica, sobre las fronteras de lo fotográfico y su relación con la autobiografía, la memoria, el archivo encontrado o la ficción en una época de saturación de imágenes digitales perfectas, miméticas e intercambiables.
Apenas unas cuantas exposiciones y catálogos y, en los últimos años, unos pequeños libros artesanales preciosamente autoeditados (Muéstreme sus negativos, 1/125 f:5.6), alumbran públicamente una trayectoria en constante movimiento, en constante búsqueda, sin dar nada por sentado ni por sabido, si acaso cuestionando toda certeza o inercia, volviendo si es preciso a los orígenes y a las preguntas esenciales sobre la imagen y el dispositivo fotográfico para desarrollar una personal historia de la mirada que acaba de ver ahora una hermosa recompensa en forma de libro-objeto, Elipsis, gracias a Ediciones Anómalas y al buen gusto de su responsable, Montse Puig.
Un libro de imágenes partidas e incompletas apenas anotado con una única frase: “Es en los negativos donde descansan las imágenes unas con otras, separadas por el tiempo”. Partidas e incompletas en tanto que la operación pasa aquí por hacer ver y poner el foco en el intersticio, en la línea negra, en la frontera liminar que separa una imagen de otra en los negativos del viejo proceso analógico. Un proceso que recupera y reelabora la materialidad de la imagen, su condición física y táctil, sus texturas y colores imperfectos, la temporalidad azarosa entre una y otra, en un nuevo discurso.
Lo desarrolla el propio autor: "El mundo analógico está asociado a la memoria, a un tiempo en el que necesitábamos carretes de película para conseguir atrapar las fotografías. Cogíamos la cámara, disparábamos con ella, la guardábamos y, al cabo de un tiempo, volvíamos a sacarla para seguir haciendo fotos. En las tiras de negativos quedaban las imágenes unas al lado de las otras, separadas por una línea negra, estableciendo relaciones inesperadas entre ellas. El tiempo que transcurría entre una foto y otra, que podía ser breve o largo, quedaba reflejado en esas tiras de celuloide. Un lugar donde los fotogramas estaban condenados a vivir unos con otros, o unos contra otros, en un juego engendrado por el azar. Siempre me han llamado la atención esos saltos en el tiempo y esa dulce condena de las imágenes a permanecer juntas, y bajo esa perspectiva he regresado a mi pasado analógico".
El formato apaisado se hace así obligatorio y esencial en un libro secuencial que, como aquel fundacional Los americanos, de Robert Frank, invita al observador a hilvanar o imaginar historias entre sus imágenes encabalgadas, a descifrar los puentes y enlaces (a veces secretos) entre una y otra, a completar el viaje planetario (de Egipto a Nueva York, del Caribe a Turquía, de Portugal a la India) del fotógrafo y sus personajes anónimos, a seguir la dirección de sus miradas o imaginar su contraplano, a saltar entre lugares y tiempos distantes a través del horizonte, buscando patrones gráficos, ritmos, acercamientos y alejamientos, figuras-testigo que componen poco a poco un sugerente relato viajero entre la ciudad y el desierto, entre el asfalto y el océano, entre los árboles y los vehículos, entre los rostros, las formas y los objetos diseminados en el paisaje.
Se trata de volver a mirar lo ya mirado (y vivido), de recomponer el orden de la vieja memoria analógica en un nuevo y enigmático relato para un observador que no conoce las claves íntimas pero que puede perderse en las imágenes para proyectarse en ellas y otorgarle nuevos sentidos. Más que un libro de fotografías o intersecciones, Elipsis puede verse también como una pequeña y godardiana película de autor, como una invitación a compartir un viaje personal en un tiempo que se mueve indistintamente hacia atrás y hacia adelante.
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