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Una odisea bajo las bombas
Bicentenario de Herman Melville
El último daguerrotipo que de él se conserva nos presenta a un hombre monumental y triste, con dos ojos como puñaladas y una barba de sátrapa que le oculta la garganta. Nacido en Nueva York el 1 de agosto de 1819, hace ahora exactamente doscientos años, derivaba de una familia de héroes de la Independencia sobre cuyos sables había ido creciendo el óxido sin remedio: las penurias que asediaban a la familia le obligaron a aceptar cenicientos empleos como preceptor y escribano, antes de sentir, según es común en los escritores de su lugar y su tiempo, la llamada del mar.
Durante la mitad de la década siguiente, de 1839 a 1844, primero en el ballenero Acushnet y luego en otros, se dedicó a nutrir sus libros futuros fatigando el hemisferio austral. No le faltaron los materiales: la deserción por desacuerdos con un oficial demasiado bronco, el desembarco en un islote de las Marquesas poblado de caníbales; su condición de prisionero entre esos mismos caníbales, agravada por la promesa de los espetos, la huida final, un nuevo buque y una nueva deserción, repetida hasta en tres o cuatro ocasiones hasta el desembarco en Boston. Sólo tras pulir sus aperos de escritura en Harvard y Yale y de contraer matrimonio con una mujer con la que no fue feliz, Elizabeth Shaw, se retiró a una granja de Massachusetts donde consideró que podía entregarse a otros viajes, y cambiar el blanco de la quilla por el de la página sin macular.
Allá en Nueva Inglaterra, en un país al filo de la guerra civil que aún sabía poco del oro, el ferrocarril y el perfil del bisonte, Melville fue vecino de Nathaniel Hawthorne, otra de las grandes plumas del nuevo continente. De hecho, a él está dedicado el título que le ha hecho pervivir hasta nuestros días, la desaforada fantasía Moby Dick, perpetuada por las ediciones juveniles, los exámenes de desdichados estudiantes de Filología Inglesa y las películas de la tarde del sábado.
Es esta novela una traducción cabal, al formato de libro, de ese retrato con que he encabezado el primer párrafo: una cosa enorme, venerable, incomprensible en algunos de sus escorzos, muy probablemente genial y con toda seguridad excesiva. A la vez relato de iniciación y de aventuras, enciclopedia marítima, prontuario bíblico y entremés teatral, narra la historia de una obsesión: la del capitán Ahab de Nantucket, que pasea su pata de palo por la cubierta del Pequod y clava un doblón en el mástil para premiar al primer arponero que logre acertar a su presa. Esta no es menos misteriosa que atroz: una ballena vasta como la propia novela, la más grande conocida, con una joroba que recuerda a un promontorio en mitad de la marea y dos ojos asesinos; y sobre todo: una ballena blanca.
En párrafos donde la obra se repliega sobre sí misma y se vuelve un concentrado de su mejor literatura (capítulo 41, aunque igualmente el 54 y los que le siguen, el 63 y el 64, el álgido 134), el autor trata de aclarar el enigma del color blanco y por qué ese vacío completo de contenido (intuición en la que ya le había antecedido Poe) retrata mejor el mal y la ausencia de propósito que ningún otro matiz del espectro. Pues eso es precisamente Moby Dick: el sinsentido, la nada, el mal en su pureza, la absoluta vacuidad de un universo del que se han ausentado los dioses.
Melville vivió abrumado por la sospecha de que el mundo es un lugar inhóspito al que raramente se pueden aplicar las reglas de la cordura. Unos bogan por él animados por una idea absurda que les conduce a la aniquilación, igual que el glorioso y lamentable capitán Ahab, y otros, menos dotados para el entusiasmo, se dejan consumir en un rincón de la oficina en que el destino les ha encarcelado. Tal es la suerte del segundo gran héroe epónimo del autor, el escribiente Bartleby, que figura en una recopilación de relatos de 1856, The Piazza tales, recibida con la misma indiferencia generalizada que su anterior libro. Esta es, quizá, la única similitud entre ambos: porque, igual que varía el estilo (en la epopeya marina un dialecto torrencial, heredero de Shakespeare y la Biblia del rey Jacobo, en esta un lacónico recuento de entradas y salidas), varía la amplitud de la narración (de los mares del sur a la angostura del despacho) y, sobre todo, de los horizontes del alma (del deseo infinito a la absoluta inacción).
En esta parábola sobre la desesperación, que presagia a Kafka, asistimos al progresivo apagamiento de Bartleby, empleado de contabilidad que, simplemente, se niega a hacer su trabajo. A qué fatigarse con una labor inútil, por qué invertir arrestos en una tarea que no evitará la única sanción inexorable de nuestra existencia: que todas las cuentas serán borradas, los libros desbaratados y los archivos cubiertos de polvo, y que lo misma da cumplir una misión que su contraria, que no cumplirla en absoluto. Había aquí una premonición del propio futuro de Melville, al menos el que le aguardó tras la inmediatez de su muerte.
Porque los largos cien años que mediaron entre su nacimiento y 1920 se conformaron con ignorarlo. Tuvo que ser el nuevo siglo, más salvaje y absurdo, el que reconociera la valía de sus visiones y lo elevara al mármol de los clásicos. Ese lugar, tan antipático como imprescindible, en el que reside todavía hoy y que sirve de pretexto a una página como esta.
Los sellos españoles se han esmerado para conmemorar el bicentenario de Melville y entre los más entusiastas figura Nórdica, que deslumbra con sendas ediciones ilustradas de Bartleby, el escribiente (diseñada por Javier Zabala) y Benito Cereno (a cargo de la artista Elena Ferrándiz). Alianza ha devuelto a los escaparates su ambicioso Bartleby ilustrado por el canadiense Stéphane Poulin y presenta una edición especial encuadernada en tela de Moby Dick con ilustraciones de Octavi Segarra. Alba, Navona, Austral, Penguin... también se han sumado con flamantes lanzamientos a un tributo que quedaría incompleto sin la biografía canónica Melville de Andrew Delbanco en Seix Barral.
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