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La claridad | Crítica
'La claridad'. Marcelo Luján. Páginas de Espuma. Madrid 2020. 176 páginas. 17 euros
Se ha convertido en un tópico de lo más manido deplorar la situación del cuento dentro del ecosistema editorial y lamentar que, a pesar de su valía intrínseca y la exigencia de su ejecución, no disfrute de una mayor presencia en librerías y suplementos. Por eso no deja de ser signo de celebración el que existan marbetes dedicados casi exclusivamente al género, como es el caso de la inevitable Páginas de Espuma, y, aun más, certámenes que reconozcan no al relato aislado, que puede concurrir a medio centenar de diplomas de pueblo, sino al libro de relatos hecho y derecho, completo en sí, preparado en taller para funcionar como mecanismo único. Es lo que sucede, también, con el famoso Ribera del Duero, a quien debemos, sin ninguna duda, algunos de los descubrimientos más carnosos de la distancia corta en los últimos años.
En esta ocasión el título ha recaído sobre Marcelo Luján, que tampoco es un desconocido del lector atento. Argentino de cuna y establecido en nuestro país desde el 2001, Luján se ha distinguido en el pasado, aparte de por su tarea como docente en talleres literarios, como autor de novela negra: en concreto una variante entre psicológica, costumbrista y sórdida que ya sirvió de marco a muchos de sus libros anteriores y que cristalizó en su obra más reconocida hasta el momento, Subsuelo (Salto de Página, 2015), merecedora de varios galardones y reconocimientos a este y otro lado del océano. El curioso, haya leído o no la selección de cuentos que ahora nos ocupa, hará bien en recorrer este relato denso, trabado con habilidad, de atmósfera enrarecida y emociones que se repelen entre sí. En él conocemos a dos hermanos, Eva y Fabián, unidos por una desgracia común del pasado y destinados a otra peor, que la trama va sugiriendo a través de crueles y sutiles pinceladas, hasta la catástrofe final. En realidad, llamarla novela negra conviene más por comodidad que por otra cosa, porque es así como se dice (así me respondieron una vez en Gijón) de cualquier novela donde matan a alguien. Pero el acento de Luján, más que en la sangre o el revólver, está del lado de las confusas cloacas de sentimientos y atisbos que, en las mentes de los personajes, han conducido hasta ellos.
Digo lo de que Subsuelo podría constituir un aperitivo más que idóneo para La claridad, el libro de cuentos de ahora, por al menos dos motivos. Uno, el estilístico y/o temático: la historia de los hermanos, de la propia familia y la de sus vecinos, la oscura marejada de odio, deseo, aflicción y venganza que empuja a unos contra otros vuelve a repetirse, en tono menor, en la mayoría de los pequeños bocetos que visitamos ahora. Y el segundo motivo es de continuidad: los cuentos y la novela transcurren en un mismo marco narrativo, pertenecen, digamos, al mismo universo ficcional. Quien conozca la primera necesitará poca perspicacia para advertir que la casa abandonada de Treinta monedas de carne es la de Eva y Fabián, o que el camión cargado de pollos en Espléndida noche será el mismo que acabe por estrellarse contra el coche en que morirá Javier, personaje secundario también, por otro lado, de Una mala luna y El vínculo. Así, Luján se muestra preocupado por urdir un espacio coherente donde todas sus fábulas puedan convivir con holgura: una realidad alternativa que espejee u opaque la del otro lado, y a la que pueda enfrentarse en calidad de rival, según es de rigor en los creadores de auténtica envergadura.
Los seis textos cortos que componen La claridad podrían entenderse, pues, como prolongaciones o epítomes tanto de Subsuelo como de otras geografías del autor: regresan la prosa, los tópicos, incluso el elenco. Si bien en este caso los giros argumentales se decantan más del lado del fantástico o el género de terror (entendido muy clásicamente), dos podrían también ser las destrezas más reconocibles del arte de Luján: la cadencia del fraseo y el detalle costumbrista. Sobre el primero, un examen despacioso de los relatos (mayores y menores) mostrará que gran parte de su eficacia depende de la sabia distribución de verbos en presente, pretérito, condicional, del número de metáforas o símiles que liberar antes de cada punto y aparte: sintomático al respecto resulta el recurso (si no un cierto exceso) de anticipar el desenlace de la acción mediante futuribles abandonados al aparente azar, cada dos o tres páginas. En cuanto a lo otro, el costumbrismo, de tan obvio no necesita comentario; el autor sabe ganarse de inmediato la complicidad de quien lo lee recurriendo a la acumulación de escenas tipo o recuerdos de aluvión que forzosamente forman parte del acervo de todo hijo de vecino: el primer bikini, la acampada en la sierra, el concierto en el local de unos colegas, la verbena del pueblo, el ligue fallido, la borrachera, los hijos de esa pareja desconocida que vienen a cenar con papá y mamá. Resultado de una penetración psicológica más que notable, estos retratos del natural servirán a Luján para pintar con mayor crudeza los tonos que le interesan y de los que, al cabo, depende la profundidad de la narración: lo insólito, lo inesperado, lo cruel, lo horrible, aquello que todos tememos y de algún modo oscuro deseamos y que forma parte callada, en sordina, de las experiencias triviales del día a día.
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